Chapu Apaolaza-ABC

  • Puigdemont huye por esta Españita a medio camino entre Matrix y el Coño de la Bernarda

Hemos perdido la vergüenza y a Carles Puigdemont. Se fue, desvanecido en un trance como de Houdini cutre o de mago de barrio con varita del chino, chistera con conejo mixomatoso, chaqueta de floripondio en la solapa, ayudante venida a menos con bikini de luces y esa arquitectura simbólica que acompaña a los ilusionistas y los que venden humo. Se escapó una segunda vez, a decir verdad, porque ya se escapó una primera en ese maletero que ha escrito Pery que huele a rancio, a humedad y a pies.

Puigdemont ya no teme encasillarse en el papel del que escapa. A veces, las cosas suceden de la manera más sencilla. Huyó porque lo dejaron escapar. Avisó de que iba a venir. Dio la fecha, la hora y el sitio. Llegó por una calle, se subió al escenario del nuevo tiempo del sanchismo, cursi como de los Pecos, y se fue por detrás de esa esquina. La operación policial, por llamarla de alguna manera, se activó después de que escapara, y también resultaba ser de mentirijilla, porque las fuerzas de seguridad del pedrismo no se quedaron ni con la matrícula. ¡Ni con el modelo del coche, se quedaron! En la tele, absorta por los hechos que arrojaba el directo, ofrecía declaraciones un mosso d’esquadra con aspecto de poeta letraherido que restaba importancia al error -por llamarlo de alguna manera- policial y aseguraba de que no podía entrar a detener al ex presidente «en plan SWAT» pues supondría poner en peligro la seguridad pública. Así es cómo llegamos a este punto en el que los oyentes de las alocuciones del ‘loco’ Puigdemont son una peligrosa horda al borde de la masacre y lo de Urquinaona, un pícnic en los céspedes de la ensoñación.

Tarde y mal anunciaron que se había puesto en marcha la operación jaula, más o menos cuando el pájaro ya se había escapado de la jaula. En ese momento, se volvía a concitar todo el imaginario del fugitivo con el que Puigemont pretende lavarse los pecados del botiflerismo, la culpa de cuando comía mejillones con champaña en Waterloo mientras que Oriol rezaba las nonas en la celda y un gitano españolista enseñaba el pene a los Jordis en el comedor de Lledoners. Sánchez, que es de quien depende, le había preparado esta impunidad cómplice y dolorosa a Puigdemont que huía como el Correcaminos por mi Españita que queda a medio camino entre Matrix y el Coño de la Bernarda. Se había ido Carles, digo, sin necesidad siquiera de que lo tuviera que perdonar el Constitucional de Cándido Conde Pumpido con su mayoría progresista y su apellido de cien mil batucadas.

A esa hora del veranillo en la que los niños se ponían el bañador para ir a la playa y las madres metían un plátano en la bolsa, a Carles le despeinaba el flequillo el vientecillo de la libertad y del estado de derecho grotesco y pedrista por el que, si eres un golpista prófugo acusado de malversación agravada y alta traición a tu país fugado desde hace siete años, puedes dar un mitin en Barcelona y no te pasa nada, pero si se te ocurre jugar a las palas en la playa, te mandan a los GEO.