- Hoy, la malherida esposa quiere que se corte el circuito interno del juzgado para que no le graben «por su relevancia pública», como si Rajoy y la Infanta Cristina fueran dos anónimos cuando, a cara descubierta, comparecieron ante el juez
Supimos por Patxi López, esa lumbrera del pensamiento sanchista, que Begoña Gómez Fernández es la presidenta del Gobierno y que, por tanto, merece honra y respeto. La conocíamos poco hasta entonces. Se había hecho alguna foto con su consorte delante de una gran bandera de España, la misma en la que luego la pareja se sonó la nariz; la vimos dando saltitos el 8 de marzo de 2020 gritando consignas feministas, a pesar de que hacía tres meses la OMS había alertado de que un virus asesino se colaba por nuestras fronteras; conocimos que su familia había regentado negocios muy poco feministas y progresistas mientras su partido legislaba para que los periódicos eliminaran los anuncios de contactos; supimos a posteriori que se había colado en algún Falcon para hacer turismo en Nueva York o Asia, y fuimos conociéndola a través de una exposición desinhibida como si de una celebrity se tratara: cebo suculento para el Hola.
Hasta que la máquina del fango la tomó con ella. Visto que su marido había copiado la tesis doctoral, alguien se preguntó cómo una señora que no es licenciada universitaria codirigía una cátedra para la que, condición número uno, era obligado tener estudios superiores. Indagaciones de esos periodistas perversos, que no propagan más que bulos. Los mismos que examinaron sus amistades con el CEO de Globalia (empresa que fue rescatada por el Estado), su entrañable amigo Javier Hidalgo, sus conexiones con Víctor de Aldama –oh, casualidad, clave en la trama corrupta de Koldo–, sus cartas de recomendación a «capitalistas del puro» que le habían sufragado la cátedra, su querencia por quedarse como propio un software que habían costeado algunas empresas del Ibex y Google para la Complutense, el interés del rector porque fuera distinguida por la primera universidad pública de España, sus contratos con terceros saltándose todos los controles administrativos, sus reuniones con empresarios que luego eran regados de millones por la Administración que dirige su marido… Pero ya lo ha sentenciado en la Ser su esposo: no hay nada, no hay nada, y, a partir de este momento, los pseudomedios se van a enterar de lo que vale un peine con una nueva Ley de Prensa, que ya le hubiera gustado a Fraga.
Y, por supuesto, también se va a enterar el juez Juan Carlos Peinado, que osó imputarla. Pobre Begoña, esa profesional intachable, como su pareja la definió. Así que llegó un triste día de abril, en el que el amante marido dio un golpe en la mesa que derribó las murallas del templo y, después de poner esa pica en Flandes, se marchó cinco días pagados a reflexionar y luego, impertérrito, miró al soslayo, se presentó y no hubo nada. Sus plañideras mediáticas lloraron lo indecible en aquellas insoportables largas jornadas en las que se vieron en las colas del SEPE, pero Pedro consultó con Begoña y ella, solícita y sacrificada, le conminó a que no dejara su apostolado, sobre todo ahora que la ultraderecha aprieta por los Pirineos. En esas eternas e insufribles horas llegamos a pensar que la quería, y que no iba a usarla para victimizarse. Pero lo hizo, porque el presidente de la presidenta nunca decepciona. Así que después del psicodrama peronista, en el que pringó al propio Rey, amaneció un día clareado en el que el caudillo anunció que no se iba, que podíamos dormir tranquilos. Luego supimos que el marido ya sabía que la esposa estaba imputada cuando nos encogió a todos el corazón.
Y ha llegado el momento. Hoy, la malherida esposa quiere que se corte el circuito interno del juzgado para que no le graben «por su relevancia pública», como si Rajoy y la Infanta Cristina fueran dos anónimos cuando, a cara descubierta, comparecieron ante el juez. Tantas veces nos dijo su consorte que Begoña era una persona privada y ahora resulta que tiene notoriedad pública. Nunca es tarde para aprender. Ha sido llamada por el juez –la toga nostra, según su casero Puigdemont– para que rinda cuentas sobre esa inapropiada costumbre –inaugurada por Begoñísima, después de que jamás se les pasara por la cabeza algo similar a sus seis antecesoras en Moncloa– de embolsarse dinero gracias a influir en las decisiones maritales. Será difícil probarlo porque la relación causa-efecto entre el tráfico de influencias previo y las decisiones políticas es siempre complejo de demostrar. Pero lo más desolador es ver cómo un país admirable, la cuarta economía del euro, una democracia liberal entre las más garantistas del planeta, ve con pasmosa tranquilidad que la esposa de la segunda magistratura de Estado acuda a declarar a un juzgado imputada por delitos de corrupción.
Esa y no otra es nuestra terrible realidad hasta que este tinglado sanchista se venga definitivamente abajo y haya que recomponer pieza a pieza esta España nuestra. Pero el común de los españoles está ya en modo playa: mientras haya para el chiringuito y las vacaciones, no hay problema. Hasta Sánchez y Begoña ya piensan en cambiar las cortinas de La Mareta este verano. Todo en orden, pues.