Editorial-El Correo

  • El propósito de Trump de redoblar su ofensiva antiinmigración y la lucha militarizada contra las protestas atizan un clima interno explosivo

Apunto de cumplirse cinco meses de su regreso a la Casa Blanca, la ofensiva antiinmigrantes de Donald Trump comparte el carácter errático del conjunto de su gestión en casa y fuera. Su único objetivo parece reducirse a la caza y expulsión de indocumentados, una dureza que va desde el cierre de fronteras a la utilización de cualquier circunstancia o lugar para apresar a personas que después serán deportadas sin el debido proceso, como ejemplifica el caso de Kilmar Abrego. La contundencia en la aplicación del ‘America first’ convierte en candidatos a terminar en Guantánamo a cientos de originarios de países aliados de Estados Unidos incluso cuando estos se dicen dispuestos a recibirlos de vuelta. Y, como prueba de la falta de un plan serio para ordenar la inmigración, la ya establecida y la futura, el presidente se muestra dispuesto a ceder a las quejas de empresarios agrícolas y hosteleros que se duelen de la detención por docenas de sus trabajadores y la afección a sus negocios. Esta demanda hace que Trump apele al «sentido común» cuando le llega de Estados republicanos. En territorios de mayoría demócrata, el mandatario echa mano del ejército.

La militarización de la respuesta a las protestas en Los Ángeles contra las redadas de inmigrantes no solo ha federalizado de facto el recurso a la Guardia Nacional, sino que ha añadido el despliegue de medio millar de marines, con el resultado de inflamar las movilizaciones. Y de alentar las marchas pacíficas que el sábado denunciaron en cientos de ciudades el progresivo autoritarismo de la Casa Blanca, horas antes de que el mandatario se regalara en su cumpleaños un desfile militar en Washington.

El asesinato a tiros en Minnesota de la congresista estatal Melissa Hortman y su esposo, y el ataque al senador John Hoffman y su mujer poco antes en el mismo Estado, introducen un gravísimo episodio de violencia política que termina de conformar el clima explosivo de división que atraviesa EE UU. La atribución de los crímenes a un individuo de filiación ultraconservadora y la amenaza que representan para la democracia en el país apela al Partido Republicano a ejercer una acción moderadora en la deriva extremista de una Administración ante la que asiente sumiso. También a los demócratas, que deben salir de su postración y enfrentar, en las instituciones y en los tribunales, la cada vez más declarada ambición de Trump de ejercer el poder sin contrapesos.