Donald Trump y su equipo han confirmado que el presidente de EEUU compartió de forma casual con el ministro de Asuntos Exteriores ruso, Sergei Lavrov, y con el embajador de ese país en Washington, Sergei Kislyak, información secreta relativa a los planes del Estado Islámico (IS, según sus siglas en inglés) para atentar con ordenadores y otros dispositivos portátiles contra aviones de pasajeros.
Fue una indiscreción espectacular, decidida, según el director de Seguridad Nacional, H.R. McMaster, «en el contexto de la conversación», es decir, sobre la marcha, por Trump. La consecuencia es un nuevo escándalo político, y una crisis de confianza de los aliados de EEUU en la capacidad del presidente de la primera potencia mundial de guardar un alto secreto que ni siquiera había sido compartido con todos los altos cargos de su equipo.
Trump no violó la ley, porque el presidente puede decidir lo que es secreto y lo que no, y con quién lo comparte. Así lo declaró el propio presidente, en dos tuits, a las siete de la mañana de Washington, en los que explicaba su decisión «por razones humanitarias» y porque quiere que Rusia «incremente su lucha contra el IS y el terrorismo».
Esa idea fue desarrollada después por el director de Seguridad Nacional, H.R. McMaster, que estuvo presente en el encuentro entre Trump, Lavrov, y Kislyak, en rueda de prensa: «El presidente puede compartir cualquier información que considere necesaria para mejorar la seguridad del pueblo estadounidense».
La cuestión es si, como dice gran parte de la comunidad de inteligencia de EEUU, Trump ha puesto en peligro la seguridad de la fuente de la información y al país que se la transmitió. Un país que, según The New York Times, es Israel. Aunque Trump no sabía el nombre de la fuente, pero sí la ciudad, en el territorio controlado por el IS, en la que la información había sido obtenida. Eso es algo a lo que el consejero de Seguridad Nacional quitó importancia: «¿De dónde va a venir eso del territorio controlado por el IS? ¡Ustedes y yo nos sabemos de memoria el nombre de unas cuantas ciudades allí!», dijo McMaster, que asumió su cargo cuando su predecesor, Michael Flynn, tuvo que dimitir por sus vínculos, precisamente, con Sergei Kislyak, a quien la cadena de televisión CNN ha acusado de ser un espía. Anoche, en una entrevista con la cadena de televisión CNN, la ex fiscal general Sally Yates declaró que «los rusos tenían influencia real sobre Flynn».
McMaster tampoco quiso dar información acerca del control de daños por parte de Estados Unidos para mantener la confianza de sus aliados tras esta espectacular filtración. «No sé con certeza qué conversaciones se han llevado a cabo», dijo. Y no pudo explicar por qué el máximo asesor de Trump en materia antiterrorista, Thomas Bossert, llamó a los directores de la CIA y la NSA –dos de las principales agencias de espionaje de EEUU– en cuanto supo lo que Trump había dicho. «Tal vez por una sobreabundancia de cautela, pero no he hablado con el señor Bossert al respecto», dijo McMaster.
Entretanto, el escándalo ha sacudido a Estados Unidos, pese a los heroicos esfuerzos del Partido Republicano de ignorarlo. El máximo ejemplo de esta actitud fue el presidente del Senado –y esposo de la secretaria de Transporte, Eliane Chao– Mitch McConnell, que declaró que «nos iría mejor con un poco menos de drama en la Casa Blanca».
Aunque benevolentes, esas declaraciones tenían un mensaje claro: si no fuera por los escándalos de Trump, EEUU sería una finca republicana, porque ese partido tiene todos los resortes de poder en el país: la Casa Blanca, el Senado, la Cámara de Representantes, el Tribunal Supremo, 33 de los 50 gobernadores, y 32 de los 50 Congresos de los Estados. Y, sin embargo, su agenda avanza a paso de tortuga porque los políticos de ese partido se pasan la mitad del tiempo tratando de esquivar las preguntas sobre lo que pasa con Trump.
De hecho, McConnell rompió con la Casa Blanca ayer al declarar a la agencia de noticias Bloomberg: «He recomendado que Merrick Garland sea el próximo director del FBI», en sustitución de James Comey, que fue cesado por Trump el martes pasado por sus investigaciones sobre los vínculos del presidente con Rusia.
Al contrario que la mayor parte de los candidatos para reemplazar a Comey barajados por Trump y su fiscal general –Jeff Sessions, que ha tenido que recusarse de la investigación sobre Rusia porque él también tuvo encuentros secretos con Kislyak– Garland no es republicano, sino independiente. De hecho, es tan independiente que los republicanos bloquearon durante un año su nombramiento como juez del Supremo.
Algunos senadores republicanos han mostrado su malestar con la Casa Blanca por la indiscreción de Trump. Entre ellos, Lindsey Graham y John McCain, dos enemigos de Trump. Más notoria ha sido la reacción de Bob Corker, el presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores del Senado, que ha dicho: «La Casa Blanca debe hacer algo y pronto para ponerse en orden. Están en caída libre».