José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
El necesario diálogo con los independentistas debería ser ajeno a la investidura de Sánchez, al margen de la gobernabilidad del Estado. Porque ni el PSOE ni su líder pueden transigir con lo que piden
El problema para Pedro Sánchez no es que el Partido Popular y Ciudadanos le nieguen su colaboración a un Gobierno de coalición con Unidas Podemos apoyado por la abstención de ERC. Su verdadero problema es que, no habiendo ni siquiera intentado acordar con Casado y Arrimadas la vía de los 221 diputados, se precipitó a abrazarse con Pablo Iglesias y, al hacerlo, ya apuntaba, a menos de 48 horas del pasado 10-N, que su única vía de acceso a la presidencia del Gobierno pasaba por la negociación con los republicanos catalanes. Y ahora se encuentra con que lo que estos le reclaman no puede concederlo, en primer lugar, porque lo que piden no es materia disponible para el secretario general del PSOE y, en segundo, porque siquiera intentar complacerlos llevaría al socialismo español a un limbo jurídico-político incompatible tanto con la Constitución como con ese quiebro dialéctico y eufemístico que utiliza Sánchez: la seguridad jurídica.
Los términos de la cuestión son claros, al menos por parte de ERC. Quiere 1) una mesa de negociación entre gobiernos que no sea la comisión bilateral prevista en el Estatuto de Cataluña (artículo 83) ni que se ampare en el Congreso o el Senado y 2) que en esa mesa no haya ‘vetos’ y que, como explícitamente manifestó Pere Aragonès el pasado domingo en ‘La Vanguardia’, aborde el tema de los presos y el de la autodeterminación. Esas son condiciones imposibles para Sánchez y para el PSOE, por más circunloquios semánticos que se pretenda utilizar para presentar un eventual acuerdo con los independentistas que, por añadidura, busca objetivos diferentes: para los socialistas, investir a Sánchez presidente del Gobierno; para los republicanos, “abordar el conflicto” catalán.
Respecto de los presos condenados por sedición en concurso medial con malversación el 14 de octubre pasado por la Sala Segunda del Supremo, nada puede hacer el Gobierno, esté o no en funciones. Son reclusos que cumplen condena y lo hacen sin ninguna excepcionalidad (por ejemplo, no están dispersos, sino en cárceles próximas a sus domicilios y familias). Como a cualquiera otro ciudadano privado de libertad, corresponde la progresión de grado penitenciario conforme vayan cumpliendo la pena impuesta y mediando los trámites y decisiones normativamente previstos, siendo estas últimas recurribles por el ministerio fiscal, que no se somete a las instrucciones del Consejo de Ministros porque dispone de autonomía y responde a los principios de legalidad e imparcialidad, según su estatuto orgánico.
Ciertamente, todos los condenados por la sentencia del Supremo pueden solicitar el indulto —u otras personas por ellos—, pero la petición debe ajustarse a la ley que lo regula, que es de 1870, puede ser total o parcial y su concesión por el Rey (artículo 62 de la CE) se produciría a propuesta del Consejo de Ministros. Si se pretende el perdón completo de las penas, es preciso el informe favorable del tribunal sentenciador. Esta vía está disponible para los presos, pero no parece que sea posible la amnistía porque la Constitución prohíbe los “indultos generales”, de lo que podría deducirse que, con más razón, resultaría inconstitucional amnistiarlos. Un asunto quizá discutible pero que aúna el criterio de la mayoría de los penalistas y constitucionalistas.
Respecto de los fugados, el Gobierno no puede impedir que el juez instructor del caso curse al país de la Unión Europea en el que esquiven a la Justicia española una orden de detención y entrega, de conformidad con la cooperación judicial prevista en la Decisión Marco del Consejo de la UE de 13 de junio de 2002. En caso de que esas euroórdenes fuesen denegadas, los jueces mantendrían la orden de detención en el territorio nacional sin que tampoco el Gobierno pudiera evitarlo de forma alguna.
Igualmente, si alguno o algunos de los fugados huyesen a un Estado que no formase parte de la UE, se tendría que solicitar su extradición. Lo único a lo que podría comprometerse el Gobierno es a aprobar un proyecto de ley orgánica que reformase el Código Penal y atribuyese al delito de sedición una pena inferior a la que actualmente está prevista y los sancionados por esta infracción pudieran beneficiarse por el efecto retroactivo favorable (y excepcional) de las normas penales.
Por fin, el Gobierno no tiene atribuciones para convocar en Cataluña un referéndum de autodeterminación. En la Constitución, los referéndums son consultivos (salvo los que ratifican los estatutos de autonomía), debe convocarlos el jefe del Estado, mediante una propuesta del presidente del Gobierno, previamente autorizada por el Congreso de los Diputados, y serán consultas sobre “decisiones políticas de especial trascendencia”, todo ello según el artículo 92 de la Carta Magna, desarrollado por la Ley Orgánica 2/1980 sobre “regulación de las distintas modalidades de referéndum”. Para que uno se circunscriba a Cataluña, sea vinculante y se pregunte por la autodeterminación, habría que reformar la Constitución por la vía de su artículo 168 y requeriría mayoría de 2/3 del Congreso y del Senado, y la disolución “inmediata” de las Cortes; las nuevas deberían ratificar la decisión de reforma y volver a aprobarla por mayoría de 2/3, y luego someterla a referéndum de todos los ciudadanos españoles con derecho a voto.
El Gobierno y todos sus aliados carecen de mayoría suficiente para abordar esa reforma agravada de la Constitución, por lo que Sánchez, el PSOE, Iglesias y Unidas Podemos no pueden comprometerse a llevarla adelante. La bloquearían el PP, Vox, Ciudadanos y otras fuerzas parlamentarias menores. Todo lo antes expuesto es de conocimiento básico para cualquiera de los seis negociadores socialistas y republicanos que tratan —eso dicen— de llegar a un acuerdo de investidura (PSOE) y sobre los términos de un negociación del conflicto catalán (ERC). No hace falta ulteriores disquisiciones sobre la falta de oxígeno político que azulea el rostro de Sánchez al encarar estas contrapartidas. De tal manera que o cede ERC o el PSOE no puede firmar ningún acuerdo e iremos a terceras elecciones, con las consecuencias desastrosas que pueden suponerse.
Por todo eso, la negociación del Gobierno con ERC es una insensatez y el necesario diálogo con los independentistas debería ser ajeno a la investidura y al margen de la gobernabilidad del Estado. Sánchez cometió dos errores: convocar las elecciones del 10-N (y perder en vez de ganar votos y escaños) y coaligarse de manera fulminante con Iglesias sin dar tiempo a explorar otras alternativas. Ahora —y aunque consiga precariamente los votos de ERC—, el agua le llega ya a la barbilla. Va, antes o después, a asfixiarse.