- La izquierda abertzale desearía tener despejado el campo para insistir en su discurso de olvido de su pasado y de proyección como gestor responsable de instituciones
Antonio Rivera-El Correo
Catedrático de Historia Contemporánea de la UPV/EHU
El final del terrorismo de ETA tuvo lugar hace ya catorce años sin negociación alguna. Fue un abandono unilateral de las armas y del procedimiento violento por parte de quienes lo habían elegido medio siglo antes. Tanto fue así que el entorno de ETA escenificó un final donde, a falta de dos contendientes: ella misma y el Estado -la teoría de los dos bandos-, se imaginó interactuando con el Pueblo: de él habría salido y a él volvería.
La consecuencia de ese final, una de ellas, es que no medió proceso alguno de suspensión de las responsabilidades penales que contrajeron con sus acciones sus activistas. No hubo ley de amnistía ni una forma velada de esta, como pasó con el final del IRA o aquí con los de su facción político-militar en los años ochenta. El resultado es que tenemos un problema de presos en ese final de ETA, que se añade a los otros dos de la trilogía: víctimas con sus casos no resueltos (y su condición vigilante en diversos ámbitos) y memoria pública de lo ocurrido. El número de presos de ETA ha ido menguando con el tiempo y con el cumplimiento de penas correspondiente: había setecientos cuando dejó las armas y hoy hay unos ciento veinte.
El problema afecta especialmente a la política de la izquierda abertzale, que desearía tener despejado el campo para insistir en su discurso de olvido de su pasado y de proyección como gestor responsable de las instituciones vascas, de todas ellas. Al tener presos tiene que acoger a una base exigente con la causa de estos que le hace aparecer como más radical y apegada al pasado de lo que desearía. En este verano les hemos visto acompañar las iniciativas de esos sectores cuando reclamaban la ‘vuelta a casa’ (etxera) de estos presos.
El ‘etxera’ es como decir amnistía, pero sin decirlo. Los líderes de EH Bildu, con Otegi al frente, usan un lenguaje vaporoso para referirse a ello: «Cuando acaban los conflictos, la gente regresa a su casa», o «hay que dar una salida a los presos porque es bueno para la convivencia». También está la de que, acabada ETA, deberían desaparecer sus consecuencias, en este caso sus presos. El argumento es doblemente tosco. Lo es en términos jurídicos. No hay que explicarlo: la responsabilidad pasada no desaparece por la simple voluntad de no reiterar el delito en el futuro. Y lo es más en los morales al ser consecuencia de la cultura del victimismo que vivimos: las víctimas como garantes de esa responsabilidad anterior. Explica bien su profundidad Reyes Mate: «Se acabó el tiempo en que matar, extorsionar, torturar o amenazar eran excesos circunstanciales que podían borrarse tan pronto como el ejecutor decidiera abandonarlos. Ahora son injusticias cometidas contra inocentes que piden justicia».
Es tan inapropiado y tan poco político que las propias entidades de apoyo a presos adoptan esa posición victimista en lugar de hablar directamente de amnistía. Donde asociaciones de víctimas ven un trato de favor en los terceros grados y excarcelaciones, estas hablan de régimen de excepción porque se obliga a cumplir a los penados la parte legal y correspondiente de sus condenas. Semejante cuestión suscita controversias que llegan a los medios, pero está demostrado que el sistema de cumplimiento de penas se corresponde con lo que se exige a un Estado de Derecho. No parece, por esa reducción de siete a uno en el número de presos etarras, que estos estén sometidos a un régimen de excepcionalidad, y sí, por el contrario, a otro que atiende la propia sensibilidad social, marcada cada día por la distancia con el tiempo del terrorismo.
Los límites de la cuestión remiten a la impunidad y a la venganza social. Al cabo de catorce años, la primera es tan insostenible que no tiene defensores, pero no es descartable que con el tiempo se aliente una corriente más amplia de respaldo. Todavía se conforma con los procedimientos jurídicos del Estado y se aprovecha razonablemente de ellos. La venganza constituye el otro extremo. Pocas son las víctimas que reclaman el cumplimiento íntegro de penas y en las peores condiciones. De hecho, no fueron beligerantes con el final de la dispersión y el alejamiento, ni lo son con los terceros grados, salvo cuando detectan un comportamiento frío y automatizado que nada tiene que ver con el mínimo reconocimiento de culpa y solicitud de perdón personal que se demanda. Quizás sean más los voceros de ese entorno los que se significan en esa radicalidad.
El resultado final acabará siendo tan gris como todo lo que rodea al final de ETA en cuanto a víctimas (y sus causas) y políticas de memoria. La cuestión de los presos la resolverá en silencio el tiempo. De vez en cuando emergerán debates o campañas, intolerables para cada una de las partes -aquí sí: dos-, pero en su conjunto el asunto terminará por sí solo, como, en el fondo, todo el mundo, sin excepción, prefiere.