Javier Merino, EL CORREO, 25/3/12
Todos los regímenes y movimientos totalitarios saben perfectamente que el dominio del lenguaje es esencial para imponer su control político al conjunto de la sociedad. Debido a ello retuercen el significado de las palabras para adaptarlas a sus objetivos. El fenómeno es suficientemente conocido y cuenta con innumerables precedentes. En la historia reciente de Euskadi, ETA y el nacionalismo radical que la apoya han acuñado un lenguaje específico, trufado de construcciones semánticas a las que se pretende dotar de un sentido particular en el contexto del espacio y la coyuntura vasca. No hay más que recordar los retruécanos lingüísticos empleados con el fin de evitar la condena clara y rotunda de los asesinatos para entender estas prácticas. Una vez decretado el final de la ‘lucha armada’, por incapacidad más que por convencimiento (recuérdese la sentencia de Tasio Erkizia: «Hay más razones que nunca para la lucha armada, pero menos condiciones objetivas y subjetivas», EL CORREO, 16/06/10), la batalla por el lenguaje adquiere si cabe mayor encono. Se trata de ganar la hegemonía social para imponer la construcción del relato, lo que marcará en buena medida el devenir de la sociedad y la política vascas. Por ello, desde un punto de vista democrático, la necesaria deslegitimación de la historia de ETA necesita la depuración del lenguaje y la elaboración de un discurso dotado de la claridad conceptual y la coherencia necesarias para situar el pasado y construir el futuro.
Previamente a la delineación de lo que habría de ser el tratamiento más adecuado de los presos de ETA en este momento, parece oportuno analizar lo que habría de resultar obvio, pero que a veces queda oculto bajo el lenguaje del nacionalismo radical. En este sentido, la denominación de presos políticos no es errónea, como algunas veces se denuncia desde posiciones contrarias. Lo que ocurre es que tal denominación suele ser evocada desde una valoración positiva, identificando la existencia de este tipo de prisioneros en regímenes dictatoriales, y deduciendo que la consideración designa a las personas que han sido hechas prisioneras por actividades políticas que en un país democrático serian perfectamente legales. Calificar a los presos de ETA, efectivamente, de presos políticos es correcto, en la medida en que han cometido delitos en función de la consecución de determinados objetivos políticos. Lo que debería de quedar claro, y cualquier pedagogía democrática en este sentido es poca, es que este carácter agrava, y no atenúa o elimina, la perversidad de dichos desmanes. De la misma manera que los crímenes nazis no mejoran porque los cataloguemos nítidamente de políticos, en contraposición a una delincuencia de carácter ‘común’, la historia de ETA debe referirse a una organización política que decidió recurrir a la violencia, primero en una situación dictatorial, y posteriormente en una democracia homologable y homologada a otros países europeos. Es precisamente el carácter inequívocamente político de sus crímenes el que convierte a estos en doblemente reprobables, pues los asesinatos y demás actos criminales cometidos responden a una estrategia y a una voluntad deliberada de utilizar el sufrimiento ajeno para obtener ventajas políticas. Nada nuevo, en definitiva, bajo el sol: estamos hablando de fenómenos que los movimientos totalitarios han convertido en seña inequívoca de identidad.
Es esta necesaria clarificación la que deberían, en mi opinión, resaltar los dirigentes de los partidos democráticos, en vez de apelar a la adopción de medidas supuestamente humanitarias, discurso que no hace sino situar el juego en el terreno designado y preparado por los nacionalistas radicales. Si bien es cierto que el cese de la actividad terrorista de ETA puede marcar el momento de acabar con medidas de excepcionalidad en la política penitenciaria, no lo es menos que precisamente el final de la excepcionalidad implica la continuación de los procesos judiciales en curso, el dictado de sentencias condenatorias, en su caso, y el cumplimiento de las penas sin detener la necesaria acción de la justicia. No es mediante una excarcelación arbitraria, por ejemplo, de Arnaldo Otegi como se conjura el peligro que para las fuerzas democráticas implica el previsible buen resultado que pueda obtener el nacionalismo radical en las próximas elecciones autonómicas. La deslegitimación de las opciones políticas que son la continuación del movimiento que ha apoyado a ETA a lo largo de su historia ha de venir, sin duda, por la caracterización de su práctica y del proyecto político subyacente en la trayectoria del nacionalismo radical en las últimas décadas, no por sofisticadas prácticas de ingeniería política y social que solo provocan confusión mediante un lenguaje fabricado oportunamente para encubrir la realidad.
Javier Merino, EL CORREO, 25/3/12