IÑAKI GARCÍA ARRIZABALAGA / Profesor de la Universidad de Deusto, EL CORREO – 22/07/14
· Hay una actitud en algunos de los presos etarras que van saliendo en libertad con ocasión de la aplicación de la doctrina Parot que me preocupa.
Lo he vuelto a revivir hace poco tiempo en unas declaraciones de un expreso etarra que participó en un acto público con familiares de víctimas del terrorismo. En síntesis, la recreación de esta actitud sería la siguiente: «Estuve en ETA. Hice todo lo que la situación y mi condición de militante me requerían. Hoy, tras pasar varios (en ocasiones muchos) años en la cárcel, soy una persona distinta de aquel joven idealista que militó en ETA y que apretaba el gatillo o detonaba los explosivos. Hoy soy otro, pero no reniego de mi pasado. Lo que hice lo hice conscientemente. No tenía dudas. La violencia no era el fin, era una herramienta. El recurso a la violencia era inevitable y usarla fue legítimo; ahora no, ahora ETA ha decidido que la única herramienta es la vía democrática».
Me preocupa esta visión utilitarista y coyuntural que tienen algunos de los presos que van saliendo a la calle: «ya no mato porque matar ya no sirve a mi causa, pero los muertos de antaño bien muertos están». Les confieso que cada vez que oigo eso se me abren muchas heridas, porque pienso: ¿y si llega el día en que consideran de nuevo que matar vuelve a servir a su causa?
Evidentemente, es mucho mejor para todos que estas personas piensen que tras salir de la cárcel es mejor apostar ahora por la palabra que por las armas (no olvidemos que alguno hubo que tras salir de la cárcel pensó justo lo contrario y volvió a asesinar). Lo que quiero plantear es si, además de mucho mejor, es suficiente desde el punto de vista de la deseabilidad. Y digo suficiente por la responsabilidad directa que esas personas que están saliendo a la calle han tenido en la generación de tanto dolor y sufrimiento.
Dentro de esta ‘suficiencia’ algunos presos han dado un paso más y reconocen públicamente que con sus acciones han causado sufrimiento, lo cual no deja de ser un hecho objetivo, amén de que es lo mínimo que se le debe a quien se le provocó el sufrimiento. Pero en este país, tan dado a olvidar conscientemente su historia reciente, no está de más recordar que detrás de cada asesinato, de cada estadística macabra, ha habido y hay mucho sufrimiento.
Con todo, permítanme que les diga que todavía espero más: espero que quien sale de la cárcel por colaborar con o ejecutar el asesinato no eluda conscientemente la carga moral de sus actos, que no nos quiera presentar su autoindulgencia como el precio a la renuncia a las armas. Porque la decisión de tomar las armas no era un recurso inevitable, como nos lo quieren presentar. Ha sido una decisión libre y soberana de cada uno de ellos, una decisión personal e intransferible en responsabilidades al conjunto de la sociedad o al contexto de la época.
Un mínimo que espero como víctima del terrorismo de esas personas que van saliendo a la calle es que no hagan una evasión racional de responsabilidades y que desarrollen y hagan pública una sincera autocrítica con su pasado. Que reconozcan que asesinar al diferente fue no sólo un error de estrategia, sino un acto irreversible contra la dignidad humana. Que estuvo mal, que se equivocaron, que fue un horror de consecuencias inimaginables. No les pido que públicamente digan «me arrepiento» (expresión que –me consta– les horroriza). Simplemente que reconozcan retrospectivamente que se equivocaron, porque –poniéndome en su pellejo– es verdad que tantos años de ‘lucha’ no han servido para nada; tan sólo para generar dolor y sufrimiento.
Espero de ellos ese mínimo ético deslegitimador de la violencia que usaron contra nuestros familiares, a quienes ellos –cosificados como instrumentos para matar– cosificaron como objetivos militares o como daños colaterales. Porque creo que eso es lo que como sociedad, y sin rencores, necesitamos escuchar alto y claro de ellos: que matar fue un error. Y este mensaje es especialmente urgente y necesario en determinados sectores de nuestra juventud, que han vivido y se han socializado encerrados en un subsistema en el que han aprendido e interiorizado que en Euskadi era legítimo matar a una persona en defensa de unos ideales.
Tenemos que conseguir que el discurso de deslegitimación radical de la violencia tenga mayor presencia y consiga empapar profundamente las mentalidades de toda la ciudadanía. Creo que es imprescindible no justificar la violencia como herramienta para la acción política, ya que sólo de esta manera afianzaremos las bases de una convivencia sólida. Como ha escrito Daniel Innerarity, «ellos tienen que renunciar a la violencia sin que a cambio hayamos de renunciar nosotros a la razón. Tenemos que ofrecerles esa oportunidad, pero no debemos darles la razón».
Y en esta tarea los presos que están saliendo a la calle son actores principales. Supongo que, a nivel personal, debe ser una tarea y una carga muy dura la de reconocer abiertamente que se ha despilfarrado una parte importante de la vida, pero pierdan sus miedos a hacerlo: el miedo a enfrentarse consigo mismo, a encarar sin complejos su pasado, el miedo a superar la distorsión ética que justificaba el asesinato, el miedo a ser potencialmente rechazados por la tribu… Yo no busco su humillación, ni que tengan que llevar por el resto de sus días un cilicio moral que les estigmatice a perpetuidad. No me mueve el rencor y creo que el odio en primer lugar perjudica al que odia. Necesito ir cerrando unas heridas que llevan muchos años abiertas y, paradójicamente, quienes las causaron pueden, en buena medida, ayudar a cerrarlas.