Editorial, EL PAÍS, 23/10/11
Consolidar el fin de la violencia lleva a consensuar el futuro de los etarras condenados y huidos
Los principales líderes políticos vascos y españoles (Patxi López y Basagoiti, Urkullu, Zapatero y Rajoy, Rubalcaba) han estado a la altura que exigía el anuncio del fin del terrorismo de ETA en su primera reacción prudente y alejada de todo partidismo. Ahora se trata de mantener esa sintonía básica a fin de consensuar una política sobre el fin de la banda que lo haga realmente irreversible; de crear las condiciones para que sea imposible o muy improbable la marcha atrás.
La principal novedad del comunicado de ETA -la desaparición de la referencia a la negociación política- conduce a situar como preferente un planteamiento en el que es decisivo el asunto de los presos. Conviene recordar que cualquier fórmula en términos de paz por presos era hasta hace poco rechazada por ese mundo, que lo despreciaba como «paz sin contenidos políticos». Que se hable de cese definitivo en lugar de disolución puede tener que ver con ese nuevo enfoque. La banda estaría diciendo a sus reclusos que no se desentiende de su futuro.
Este camino no implica en ningún caso una negociación directa entre ETA y los Gobiernos de España y Francia. Ningún Gobierno español, y no digamos francés, podría a estas alturas reconocer como interlocutor a una banda terrorista sin pagar un alto precio ante su opinión pública. Encuestas como la publicada aquí el pasado domingo indican que hay más gente contraria que favorable a cualquier beneficio penitenciario aun después de la retirada de ETA. El factor tiempo es lo único que puede ir cambiando esa percepción, por lo que cuanto antes oficialice ETA su disolución y entrega de las armas (que es lo que daría más credibilidad a su renuncia) más pronto será posible asumir ese tipo de medidas.
Se comprende que el Gobierno de Zapatero no quiera tomar iniciativa alguna en ese terreno a menos de un mes de unas elecciones que probablemente llevarán al PP a La Moncloa. Este partido ya ha dicho que no dialogará ni tiene nada sobre lo que dialogar con ETA. Se cita el antecedente de los poli-milis, pero en 1981-82 estaba todavía culminando la Transición y los límites de la nueva legalidad eran imprecisos. En cambio, sí puede resultar aprovechable de aquella experiencia la participación de abogados de los presos en la gestión de indultos y otras medidas personales, sin necesidad de diálogo con la banda.
Con todo, la dificultad es ahora mayor, tras 30 años de crímenes odiosos por los que no solo no piden perdón en su comunicado, sino que ni siquiera consideran necesario mencionar a las víctimas. Esto refuerza la oposición de las asociaciones de víctimas, que se rebelan contra la idea de que baste cambiar de táctica por razones de eficacia política para beneficiarse de lo que consideran impunidad. Es lógico que quien ha tenido una pérdida irreparable relativice la buena noticia de que ETA no va a volver a matar; eso no devolverá la vida a sus próximos. También es necesario que los políticos encargados de gestionar el fin de ETA lo tengan en cuenta. Pero no hasta el punto de renunciar a la consolidación del escenario sin violencia que de hecho se ha abierto, y para lo que resulta decisivo encontrar una salida consensuada al problema que significan cientos de presos y huidos, cuya sola existencia constituye un peligro objetivo de que algún sector de ETA quiera volver a las andadas.
El camino será largo, y es muy probable que los propios jefes de la banda intenten prolongarlo todo lo posible. Lo que más les atraía del proceso irlandés era precisamente que durase mucho (15 años hasta la renuncia definitiva del IRA). Pero aquí no ha habido un enfrentamiento entre dos comunidades, lo que permite un desenlace mucho más rápido si se actúa con prudencia, sin sectarismo y sin dogmatismo.
Editorial, EL PAÍS, 23/10/11