IGNACIO CAMACHO-ABC

  • La coronación de Carlos III no fue sólo un espectáculo turístico sino una operación reputacional, una exhibición de prestigio y poderío

UN país puede tener o no tener Rey, pero si lo tiene carece de sentido esconderlo. Es mucho más lógico presumir de régimen, de sistema, de modelo, algo en lo que los británicos son maestros. En la coronación de Carlos III lo hicieron como sólo lo saben hacer ellos: con orgullo, con arrogancia incluso, con dignidad, con honor, con respeto. Sacaron del arcón la corona de San Eduardo, el manto de armiño, la espada, el orbe con la Cruz, el cetro, los símbolos de la tradición histórica de la monarquía y del imperio, y montaron un protocolo de esplendor antiguo con toques modernos para ofrecer al mundo un espectáculo soberbio. Y el Gobierno tiró de la chequera para financiarlo con cien millones de libras (unos 112 de euros) a cargo del Presupuesto. Sin modestia ni timidez ni remordimientos. En plan ahí queda eso.

Un gasto así financia mucho más que un negocio económico con fuerte impacto turístico. Se trata, como el entierro de Isabel II, de una operación de propaganda de Estado, de crédito reputacional, de influencia intangible, de poderío global, de prestigio. De un estímulo del sentimiento de pertenencia, de patriotismo entendido como conciencia de un destino colectivo forjado a lo largo de los siglos. La realeza como emblema de estabilidad institucional, de compromiso de servicio y de unidad nacional al margen del juego imprescindible y legítimo de confrontación política entre los partidos.

A tal efecto da igual que Carlos no posea el carisma –un carisma gélido, si eso es posible– de su difunta madre. Que caiga bien o regular en la calle, que arrastre problemas de imagen, que resulte antipático o distante, que prodigue arranques de engreimiento ‘malaje’ o que ciertos miembros de su familia tengan conductas poco ejemplares. Porque lo importante no es el carácter de la persona sino el significado del personaje. La construcción de un relato ritual, casi mágico, con el que las capas populares puedan identificarse a través de un conjunto de vínculos emocionales. La memoria y la lealtad dinástica como cables de amarre entre un pasado glorioso, un presente de dificultades y un futuro contingente repleto de imponderables.

Ése era el mensaje escondido bajo la suntuosidad de la ceremonia. Una representación de continuidad metafórica envuelta en la fascinación de una liturgia majestuosa. Un juramento ante Dios –el Parlamento ya tiene al comienzo de cada legislatura su hora propia– rodeado de pompa para solemnizar la relevancia de las formas. Y luego el himno en la abadía, el dorado de la carroza, los lanceros a caballo, los ‘beefeaters’, los gaiteros, los fusileros, la Guardia Galesa y el ‘sursum corda’. Aquello no era un simple desfile de tropas sino la alegoría de una nación consciente de su peso y de su papel en la Historia. Mejor evitar comparaciones odiosas que en todo caso no serían entre Coronas sino entre unas sociedades y otras.