Ignacio Camacho-ABC
- El destino gira con sesgo poético cuando los brigadistas del linchamiento reclaman las garantías del Estado de Derecho
Es sabido que en política la presunción de inocencia es un principio que sólo rige para los de la propia cuerda. Para los demás, es decir, para los adversarios -«el infierno son los otros», recordaba Sartre-, no valen garantías ni cautelas: cualquier indicio, cualquier sospecha o no digamos ya una imputación, equivale a una condena. El linchamento en las redes es la versión posmoderna de la guillotina con que los jacobinos inventaron la justicia populista de las tricoteuses, los tribunales de costureras. Salen los Echenique de turno con el pulgar abajo dictando sentencia y la turba ejecuta una lapidación sumarísima que será convenientemente transmitida en directo por todas las cadenas. Como la verdadera justicia, la que se imparte con toga, es lenta, algunos casos acaban en absolución tardía o archivo -Camps, Torres Hurtado, Pepe Blanco, etcétera- pero los acusados ya han cumplido pena. Están fuera. Fuera del cargo, fuera de la respetabilidad civil, fuera del partido, fuera de toda posibilidad de rehabilitación ética. Los acusadores y la prensa dejarán caer con retintín, en el mejor de los casos, que su inocencia real, no presumida, ha sido decretada por falta de pruebas. Como si hubiese otra manera.
Por eso hay algo de sesgo poético en el cinismo con que ahora reclama Podemos que se le aplique el beneficio de la duda a sus rastros documentales de dopaje financiero. Lo merecen como cualquiera; bienvenidos al Estado de Derecho, ése que quieren derribar desde sus cimientos para implantar la siniestra distopía del orden nuevo. Lástima que se les olvidara el detalle cuando recetaban a señoras embarazadas jarabe de escrache justiciero, cuando llaman fascistas a jueces y fiscales o cuando, antier mismo, dictaminaban con feroces dicterios la culpabilidad de un Rey emérito que ni siquiera ha sido citado a declarar como ellos. Si al menos aprendiesen la lección cabría felicitarse del acontecimiento. Pero no ha lugar; en cuanto se salte un semáforo cualquier simple concejal de un partido ajeno, lo señalarán con el arrogante gesto de autoridad moral de quien se siente situado en el bando correcto y posee la facultad y el fuero de administrar la sagrada voluntad del pueblo.
Además les da igual porque no llegaron a la política para regenerarla sino para ocupar el poder, según sus propias palabras, al asalto. Ése era el cambio. Como todos los demagogos, como todos los falsos profetas, como todos los aventureros iluminados. En el fondo no decepcionan a nadie porque jamás ocultaron el espíritu revanchista que animaba su proyecto partisano; quienes les quisieron creer no pueden llamarse a engaño. Y si al final resultan ciertos y probados esos (siempre presuntos) manejos fiduciarios, se proclamarán víctimas de una conjura de las cloacas del Estado. Los verdaderos revolucionarios tienen la ventaja de que nunca consideran la verdad un obstáculo.