ABC 25/11/16
IGNACIO CAMACHO
· El lenguaje ha pervertido el principio de presunción de inocencia. En la calle, la palabra imputado significa culpable
EN España, la palabra imputado significa culpable. Al menos hasta que se demuestre lo contrario, en una perversa inversión del principio de presunción de inocencia. El ingenuo cambio terminológico de la ley procesal –ahora se le llama «investigado»– no ha podido suavizar el estigma de condena civil que rodea a una figura jurídica creada para proteger las garantías en el curso de las instrucciones sumariales. Una imputación equivale a una sentencia social, y no digamos política.
La alteración semántica ha trastocado las bases del Estado de Derecho. Hasta tal punto que hablamos de «presunto asesino» o «presunto ladrón» como una precautoria concesión a la duda, cuando lo que el orden jurídico presume es la no culpabilidad del sujeto. El lenguaje expresa la mentalidad colectiva, aunque sea de forma subconsciente. La paradoja reside en que un pueblo con alta desconfianza en su sistema judicial le atribuye en cambio la propiedad de establecer sentencias a partir de indicios, y reclama la prisión preventiva como una suerte de veredicto anticipado, de revancha moral. Hemos olvidado la premisa fundamental de la justicia democrática: que más valen cien criminales en libertad que un solo inocente preso.
Tal vez la muerte de Rita Barberá pueda servir para reabrir este debate necesario sobre la extensión del populismo justiciero. Nadie puede ni debe cargar sobre su conciencia con el cadáver de la exalcaldesa. Es obvio que le pudo la presión, pero convivir con ella es parte del oficio político. Lo que ha provocado remordimientos en la clase dirigente –y debería producirlos también en cierto periodismo aficionado al escrache– es la posible precipitación en su generalizado repudio. La constatación dramática de que el relato de la corrupción ha conducido a una especie de histeria preventiva.
Arrastrados por ese paradigma crispado, los partidos han sido incapaces de sostener la presunción de inocencia de sí mismos. El sacrificio de cualquier cargo investigado –hasta el PP lo ha firmado, junto con la supresión de aforamientos, en su pacto con Ciudadanos– viola este fundamento crucial de la seguridad jurídica. Han puesto en manos de los jueces y de la Policía la confección de los nombramientos y las listas, pero los magistrados están obligados a imputar ante una denuncia verosímil precisamente para preservar las garantías de defensa. La partitocracia ha renunciado a esperar siquiera a la apertura de juicio oral, presionada por el nerviosismo de la opinión pública. Les ha entregado a la calle y a los tribunos demagógicos una potestad reservada a las togas.
Urge una reflexión. Esto no era la separación de poderes. Si queremos una justicia independiente hay que empezar por respetar sus procedimientos y pautas. Ni las apariencias son pruebas, ni las convicciones son leyes ni las filtraciones sesgadas pueden conducir a ejecuciones civiles sumarias.