- En lugar de corregirlo, los presupuestos consolidan el verdadero factor que divide a los españoles: la España de los privilegios y la España maltratada del esfuerzo
Nada nuevo bajo el sol. Pedro Sánchez no es el primer presidente, ni será el último, que utilice las cuentas del Estado para mantenerse en el poder. Ley de vida. La diferencia es que sus antecesores, en mayor o menor medida, que de todo y en distintas proporciones ha habido, intentaron afrontar en los primeros años de sus respectivos mandatos, y antes de sucumbir, los problemas reales del país. Sánchez no. Desde el minuto uno, Sánchez no ha podido o no ha querido hacer el menor esfuerzo por meterle mano a los problemas estructurales del país. Su prioridad, derivada de su endeblez, ha sido sobrevivir. No se lo echen en cara. Tiene un mérito extraordinario seguir en La Moncloa con el apoyo de los que no creen en el sistema o, directamente, han incluido en los objetivos preferentes de sus programas electorales la demolición del Estado.
No lo tiene fácil, pero nadie con una mínima capacidad de análisis, tampoco los que la conservan en el PP, descarta que Pedro Sánchez pueda ganar las próximas elecciones. El primer paso está dado: unos presupuestos que son un canto al más atrevido de los electoralismos; unos presupuestos que es más que dudoso pueda permitirse España y que, en condiciones normales, no serían en ningún caso convalidados por la Unión Europea; unos presupuestos que, más que reafirmar el trato diferenciado entre pobres y ricos, lo que hacen es consolidar el verdadero factor diferencial que divide a los ciudadanos y marca la línea fronteriza entre españoles: la España de los privilegios y la España del esfuerzo. Españoles de primera, protegidos por el presupuesto, y de segunda.
El proyecto de presupuestos no parece concebido para afrontar el futuro con las mínimas garantías de sostenibilidad, sino para retener al mayor número de esos 13 millones de votos que suman funcionarios y pensionistas
Se trata, nos dicen, de los presupuestos con mayor gasto social de la historia. Nada que objetar. Sin embargo, el análisis ha de tener más en cuenta el reparto que el montante; si se ha planificado la sostenibilidad de un desembolso estratosférico o, por toda previsión, simplemente se ha derivado el problema a ulteriores soluciones que, si nos atenemos a las previsiones de crecimiento del Banco de España o la AIREF para 2023 -que incluyen un frenazo a la creación de empleo-, no va ser fácil de encontrar. Hay por tanto algunas preguntas que conviene hacerse para una correcta evaluación del proyecto presupuestario: ¿Mayor gasto social equivale en todos los casos a progreso? ¿Gastar mucho es necesariamente de izquierdas? ¿Es progresista seguir incrementando la deuda pública sin plantear ningún plan futuro de consolidación cuando Europa, a no mucho tardar, va a tener que regresar a la ortodoxia fiscal si no quiere arrastrar al euro a una crisis como la que hoy sufre la libra esterlina?
Sigamos: ¿Son progresistas incrementos salariales que apuntalan la brecha existente entre trabajadores públicos, que ganan de media 20,6 euros por hora trabajada, y empleados del sector privado (12,9 euros por hora trabajada)? ¿Qué tiene de progresiva la política de apaciguamiento de unos sindicatos de funcionarios cuyos salarios, garantizados, superan de media en 1.000 euros mensuales a los privados? ¿Es progre subir un 9 por ciento una pensión de 2.800 euros/mes por catorce pagas frente al 2,6 por ciento de aumento medio fijado en los convenios que afectan a trabajadores, con o sin hijos, que cobran 1.500 euros y tienen serias dificultades para llegar a fin de mes? ¿Qué tienen de sociales unas medidas fiscales que niegan la condición de clase media a todos los que cobran más de 22.000 euros brutos al año y apenas aligeran la carga impositiva de los beneficiarios (1,09 euros de ahorro al día)?
¿Qué tiene de progresiva la política de apaciguamiento de empleados públicos con el puesto garantizado de por vida y cuyos salarios superan de media en 1.000 euros mensuales los de los privados?
Esta es la semana de los presupuestos, pero arrancábamos con una noticia más vinculada de lo que a simple vista pueda parecer con la falta de un verdadero proyecto de modernización del país respaldado por unas cuentas públicas que miren más allá de las próximas elecciones. El titular era tremendo: “España dobla la media de la OCDE de alumnos sin grado medio o Bachillerato: el 28% de los jóvenes de entre 25 y 34 años no tiene un título”. Ni siquiera podemos echar mano de la socorrida Grecia para consolarnos. Los jóvenes helenos sin título no llegan al 10 por ciento. Una catástrofe. Una humillación cimentada en la legendaria ceguera de una clase política incapaz de proteger la educación de la refriega partidista. Una vergüenza que se augura duradera dado el persistente empeño en desmontar, en todos los ámbitos, no solo en el educativo, la cultura del esfuerzo.
Pedro Sánchez ha tenido aciertos y ha cometido errores. Como todos. En el arriesgado territorio de la responsabilidad personal, tan expuesto en este mundo extra interconectado a imprevistos sobre los que no se tiene la menor capacidad de influencia, hay que reconocer que Sánchez lo ha tenido peor que sus predecesores. Pero por esa misma razón, su comportamiento resulta más inexplicable. En estas circunstancias excepcionales, solo una minoría le habría echado en cara afrontar una verdadera reforma modernizadora apoyada en un pacto transversal. Sin embargo, también en este final de trayecto, ha optado por anteponer su apuesta personal a las necesidades reales de la nación; por un proyecto de presupuestos quimérico, mediocre y que solo busca el aprobado general, como nuestra educación; que en lugar de asumir los riesgos de una ambiciosa transformación y garantizar la viabilidad futura de las cuentas públicas, se entrega a un manifiesto electoralismo; unos presupuestos más concebidos para retener al mayor número de esos 13 millones de votos que suman funcionarios y pensionistas que para preparar el futuro; unos presupuestos parcialmente solidarios, pero que, en su conjunto, no son los que la situación exige y distan mucho de poder ser nítidamente calificados como progresivos y progresistas.
La postdata: “Un sistema de impuesta uniformidad a la baja”
“Durante cuarenta años, la educación X* ha sido sometida a una catastrófica secuencia de ‘reformas’ dirigidas a poner freno a su herencia elitista y a institucionalizar la ‘igualdad’. La confusión operada en la educación superior ya ha sido bien resumida aquí por Y**, pero el daño mayor lo ha sufrido el nivel secundario. Decididos a destruir las selectas escuelas públicas que permitieron a mi generación recibir una educación de primer nivel subvencionada por el Estado, los políticos le han endilgado al sector público un sistema de impuesta uniformidad a la baja.
El resultado, previsible desde el principio, ha sido que han florecido los selectivos colegios privados. Padres desesperados pagan tasas considerables para librar a sus hijos de las disfuncionales escuelas públicas; las universidades se ven sometidas a presiones exorbitantes para admitir a candidatos muy poco cualificados que proceden de estas y, en concordancia con ello, han rebajado sus estándares de admisión; cada nuevo gobierno ha instituido reformas dirigidas a compensar las fallidas ‘iniciativas’ de sus predecesores”.
(“El refugio de la memoria”. Tony Judt. Taurus 2010)
*X: británica
**Y: Anthony Grafton, historiador estadounidense especialista en el Renacimiento. Judt cita su artículo “Gran Bretaña: la desgracia de las universidades”, publicado en ‘The New York Review’ el 8 de abril de 2010.