- Se trata, al cabo, de impugnar, en nombre de la lengua y la cultura propias, las leyes del mercado, el libre intercambio cultural y el enriquecimiento que este procura
Parece que mañana es el día límite para que el Gobierno acepte la condición que ERC le ha puesto para no presentar una enmienda a la totalidad a la Ley de Presupuestos Generales del Estado: a saber, que se incluya en la futura Ley General de Comunicación del Audiovisual la obligación por parte de plataformas audiovisuales como Netflix, HBO o Amazon Prime Video de emitir un determinado porcentaje de productos en catalán. Parece que JxCat también está en las mismas y que hasta es posible que se pronuncie hoy al respecto. Y el PDeCat. Sea como sea, una vez más los separatismos negocian los presupuestos dentro y al margen de la ley. O, si lo prefieren, echando cuentas de todo tipo, y, entre ellas, las que poca relación guardan con la Ley de Presupuestos y sí mucho con lo que la parroquia que les vota espera, al cabo, de sus representantes.
Para un nacionalista el chantaje no existe. (Lo que le asemeja muchísimo, dicho sea de paso, al proceder de cualquier mafioso o mafiosillo siciliano, que, ante una pregunta relativa a la Cosa Nostra, responderá inevitablemente y con indisimulada perplejidad: “Ma la mafia non esiste!”) Para un catalán nacionalista que se precie, todo chantaje se tiñe al punto de acto de estricta justicia. Y en la medida en que ese acto tenga como objeto la salvaguarda de la sacrosanta lengua catalana, la justicia a la que apela puede adquirir incluso carácter divino. No en vano para los de su cuerda el catalán es una lengua maltratada, minorizada –la soldadesca sociolingüística siempre ha preferido ese engendro ideológico a la factual “minoritaria” del diccionario, por cuanto expresa a su juicio el carácter coercitivo y opresor del idioma dominante y, en consecuencia, la legítima e imperiosa necesidad de reparación de la víctima–; una lengua desasistida, en definitiva, y merecedora, pues, de cuantos cuidados le puedan ser administrados.
Lo curioso del caso, por lo demás, es que el mencionado Anteproyecto ya prevé una cuota o porcentaje de presencia y financiación de obras audiovisuales en castellano o en cualquiera de las otras lenguas cooficiales, siguiendo una directiva harto proteccionista de la Unión Europea. Según dicha directiva, lo que el Anteproyecto denomina “servicios televisivos a petición”, esto es, los catálogos de plataformas como Netflix, HBO, Filmin o Amazon Prime Video, deben contener una cuota mínima del 30% de producciones audiovisuales europeas y, de esta cuota mínima, por lo menos un 50% debe ser en la lengua oficial del Estado donde prestan sus servicios. Como España tiene, además de una lengua oficial, un buen puñado de lenguas cooficiales –y las que están por llegar, que en eso de la cooficialidad parece que no hay límites–, las fuerzas nacionalistas, erigidas en madres protectoras de su idioma particular y siempre solidarias en la pugna contra el idioma común, exigen que la futura ley fije qué parte del pastel corresponde al castellano y qué parte al conjunto de las lenguas cooficiales.
Mezclar churras con merinas
No es de extrañar, por tanto, que el independentismo levantisco catalán reclame una cuota privativa para las cooficiales y que esta ascienda a un 7,5%, esto es, la mitad del 15% asignado por la directiva europea. Y que aproveche la coyuntura de la negociación presupuestaria en el Congreso para, mezclando una vez más churras con merinas, condicionar de este modo su apoyo a las cuentas públicas del próximo ejercicio.
En realidad, lo que subyace en esa directiva europea de la que pende todo lo demás hasta desguazar en el acostumbrado chantaje de los nacionalismos varios –sobra indicar que los vascos y gallegos se han sumado a la exigencia de los catalanes– es aquella fórmula intervencionista que inventaron años ha los franceses y a la que bautizaron como “excepción cultural”. Ahora se ha sustituido por el sintagma “diversidad cultural”, más inclusivo en apariencia, pero que viene a ser lo mismo. Se trata, al cabo, de impugnar, en nombre de la lengua y la cultura propias, las leyes del mercado, el libre intercambio cultural y el enriquecimiento que este procura. De intentar poner puertas al campo, en una palabra. Y de oponerse, faltaría más, al americanismo globalizador, mientras se fomenta desde el Gobierno de España la americanísima cultura woke, con su muestrario de géneros, sus tribunales en red y sus cancelaciones a la carta.