JOSÉ MARÍA MARCO-LA RAZÓN

  • No vendría mal colocar en el centro de la conciencia pública las amenazas a las que nos enfrentamos y las virtudes cívicas que requiere la defensa de nuestros países.
Hace unos años, en un arrebato de sinceridad, sin duda bien calculado, Pedro Sánchez confesó que sobraba el Ministerio de Defensa. Ni que decir tiene que cuando llegó al poder no consideró que el Ministerio de Defensa sobrara. Recientemente, ante la invasión de Ucrania por Rusia, Sánchez se negó a comprometerse a enviar armas al país agredido, como no fuera a través de un fondo especial de la UE. La presión de nuestros aliados –y la celebración de una cumbre de la OTAN en Madrid dentro de poco tiempo– le llevaron a cambiar de opinión. Decidió entonces que destinaría 23 millones de euros a ayuda directa a Ucrania, entre armas y ayuda humanitaria. Ahora ha llegado otro giro de guion, al anunciar Sánchez que está dispuesto a alcanzar, en algún momento, el famoso 2 por ciento en gasto de Defensa que debería ser la contribución mínima de cada uno de los países aliados. El presupuesto super expansionista de 2022 tenía previsto un aumento del 5,9 por ciento en Defensa. Veremos cómo se las arregla Sánchez para cumplir, o para no cumplir, que es lo más probable, esta nueva promesa.

Es cierto que en el caso de la guerra de Ucrania, la irresponsabilidad de Sánchez no supera la de los socios europeos y, en general occidentales, de nuestro país. Parece que Zelenski albergaba otras esperanzas (al menos es mejor pensarlo así, de momento), pero no resultaba difícil prever que, llegada la invasión de Ucrania, la OTAN no intervendría en el territorio atacado. A nadie se le escapan los motivos, entre los cuales no es el menor evitar una guerra mundial, sin metáforas de ninguna clase, entre Rusia y los países occidentales. En el caso de Sánchez, la larga reticencia a cualquier compromiso se ve compensada por una intensificación de la retórica entre humanitaria y compasiva –con algún toque geoestratégico– que, como siempre, suena a falsa: no son los 23 millones de euros los que van a decidir la lucha de un pueblo «indefenso» contra «una potencia nuclear», por mucho que los ucranianos que se enfrentan a los invasores lo agradecerán, aunque sea con un rictus un poco amargo.

La retórica, sin embargo, tiene en este caso una especial importancia. La guerra de Ucrania enfrenta a los países de la Unión Europea a una realidad que se han negado a ver durante mucho tiempo. En cuanto a la energía, claro está, pero también en cuanto a su capacidad para defenderse. La guerra puede acabar con un avance del prestigio y la influencia de Occidente por la incapacidad de Rusia para ganarla. O bien puede llevar a un redoblado descrédito del bloque occidental, que volverá a parecer débil e inconsistente –y frívolo– a pesar de su prosperidad y su fabuloso nivel de vida. En cualquiera de los dos casos, será necesario no ya un aumento del presupuesto de Defensa, sino también un cambio en la mentalidad y la cultura. Entre otras cosas, es la retórica la que habrá de variar, y sin necesidad de elevarnos a nuevas cuotas de marcialidad épica, no vendría mal colocar en el centro de la conciencia pública las amenazas a las que nos enfrentamos y las virtudes cívicas que requiere la defensa de nuestros países.