IGNACIO VARELA-EL CONFIDENCIAL
- Salvo orden en contrario, hay que prepararse para funcionar hasta el año 2023 con unas cuentas que nacen ya desfasadas
El Congreso aprobó los Presupuestos del Estado para el año 2021, pero hizo mucho más que eso. Por un lado, se presume y se asume con general naturalidad que probablemente sean los primeros y últimos de la legislatura (se ve que en algún momento se modificó la Constitución para establecer el carácter trienal de los Presupuestos y algunos no nos enteramos). Así que, salvo orden en contrario, hay que prepararse para funcionar hasta 2023 con unas cuentas que nacen ya desfasadas.
Por otro, ha servido para superar definitivamente la provisionalidad condicionada de los apoyos que recibió Pedro Sánchez en sus votaciones presidenciales de 2018 y de 2019. Lo que nació como una suma coyuntural de fuerzas dispares para echar a Rajoy pasó a ser después una alianza de contornos inciertos entre los dos partidos de la izquierda y las múltiples fuerzas territorialmente centrífugas de la Cámara para elegir un presidente sometido a vigilancia.
Sánchez aprobó el examen con buena nota: en estos meses marcados por la tragedia, ha demostrado, a plena satisfacción de sus socios, que su apego al poder es mucho más fuerte que su fidelidad a los fundamentos del Estado constitucional; que en la tesitura de sacrificar una de las dos cosas, la decisión está tomada, y que en esta ocasión se ha asegurado previamente de que su partido no será un obstáculo, ni para eso ni para nada. Es todo lo que los mutualistas de la investidura necesitaban constatar para pasar del apoyo táctico al compromiso estratégico a largo plazo.
Así pues, este jueves en el Congreso hubo dos nacimientos: el de un Presupuesto para tres años y el de un bloque político de poder dispuesto a perdurar durante muchos más. Lo que Pablo Iglesias, autor intelectual de la criatura y comadrona del parto, llama “la nueva dirección del Estado”. Este Frankenstein se ha hecho mayor de edad.
La aprobación de los Presupuestos con 188 votos favorables es un gran triunfo del Gobierno y un salto cualitativo de la mayoría parlamentaria que lo sostiene. El Gobierno de Sánchez, Iglesias, Junqueras y Otegi se fortalece sustancialmente, quizá decisivamente. Lo hace por el mismo motivo, al mismo ritmo y en la misma medida en que se debilita el Estado asentado sobre la Constitución de 1978.
Curioso país este en el que el interés del Gobierno y el del Estado divergen desde la raíz, y se contraponen hasta el punto de que lo que beneficia a uno perjudica necesariamente al otro. Como la kryptonita roja y azul de Superman, lo que proporciona estabilidad al Gobierno (el apoyo sólido de las fuerzas destituyentes) es objetivamente desestabilizador para el Estado constitucional. Lo que cohesiona al primero es fatalmente divisivo para el segundo; y lo que oxigena y vivifica al Ejecutivo resulta tóxico para los demás poderes e instituciones. Ni un Gobierno de esta especie tiene sentido como defensor del Estado —más bien al contrario—, ni es fácil que el Estado resista, sin desencuadernarse, una exposición prolongada a la acción corrosiva del nuevo bloque gubernamental.
El gran hallazgo estratégico de Pablo Iglesias tras pasar el sarampión revolucionario fue descubrir que el mejor instrumento para desarticular un Estado constitucional europeo está en su interior: se llama ministerios, BOE y, por supuesto, Presupuestos. Es una vía más lenta y trabajosa que intentar hacerlo desde la calle o desde la oposición, pero infinitamente más segura. Su segundo descubrimiento fue que en España se daban todas las condiciones favorables para ello: un partido histórico de la izquierda —revestido de una indiscutible presunción de respetabilidad democrática e institucional y con raíces profundas en la sociedad— en manos de un aventurero dispuesto a todo por afianzarse en la cumbre del poder. Una miríada de partidos nacionalistas con vocación disgregadora y, en ciertos casos, con un discurso teñido de izquierdismo radical. Un centro derecha constitucional inerte y fragmentado, condenado a la inoperancia por sus propios dirigentes. Y una extrema derecha rampante, ideal para activar el resorte reactivo en el campo propio.
Coser todos los elementos ha resultado relativamente sencillo, pese a que la presión de la pandemia generó una demanda de concertación transversal por la que intentó colarse Ciudadanos, que trata de volver a flotar tras haber hundido hace un año su propio barco. Sabotear ese movimiento —y dejarlo anulado para el futuro— ha sido la tarea de los últimos meses, y este Presupuesto, el primer fruto del empeño.
Enfrascados en el movimiento político asociado a la aprobación de los Presupuestos, se nos ha olvidado atender a su contenido (hasta la oposición ha extraviado esa pista). Lo cierto es que todos los analistas rigurosos coinciden en tres observaciones: que están desajustados respecto a la realidad económica actual y a la que viene, que son alocadamente optimistas en sus premisas y en sus previsiones y que su propósito es servir más como marco de una narrativa que como herramienta útil de política económica frente a una crisis colosal.
El Gobierno de Sánchez se fortalece con esta votación como se fortaleció cuando una mayoría aún mayor le autorizó a implantar un estado de alarma de seis meses, con poderes extraordinarios sin control alguno. Como se fortalecerá si logra consumar el asalto a la cúpula del poder judicial, o cuando entregue a los sublevados del 17 un indulto firmado por el Rey y una reforma del Código Penal que es un traje a la medida del ‘ho tornarem a fer’. Siempre es lo mismo: vitaminas para el Gobierno, veneno para el Estado.
Iglesias señaló el objetivo final y Sánchez lo ha rubricado: inyectar a esta fórmula tal dosis de vitaminas que, si se cumple el plan entero, lleguemos al final de la década hablando no del Gobierno, sino del régimen. Puede que para entonces la Constitución permanezca formalmente en vigor, pero sea poco más que un traje para vestir con decoro en Europa, en un escenario real de discrecionalidad oficialista. Puede que a Felipe VI se le permita seguir figurando como Rey, pero que lo hayan convertido en un exiliado dentro de su propio Estado. Puede que Cataluña y Euskadi sigan nominalmente dentro de España, pero resulte imposible hallar cualquier resto de España en sus territorios —y, sobre todo, en la conciencia de su población joven—. Puede que el trabajo de ERC y Bildu en la dirección del Estado ponga seriamente en peligro la salud de este. Y también puede que, de resultas de todo ello y de la crisis, se provoque un viraje social que nos lleve demasiado lejos en la dirección contraria.
Si la aprobación de unos Presupuestos fue el acto fundacional de un régimen, lo sabremos en unos años. En cuanto a Sánchez, si permanece todo ese tiempo en la Moncloa, su respuesta más sincera será la de Clark Gable: “Francamente, querida, me importa un bledo”.