MANUEL MONTERO-El CORREO
- Aquí reinó el terror durante mucho tiempo y en su sostenimiento intervinieron grupos que no han roto con aquellas actitudes, que no se arrepienten de nada
Las reivindicaciones de la izquierda abertzales sobre los presos omiten cualquier autocrítica o alusión a las razones por las que fueron condenados. Nunca se ha visto a sus seguidores asumir ninguna responsabilidad en el desencadenamiento y desarrollo del terror, no hablemos ya de petición de disculpas. Se produce una inversión de valores. Cuando mucho -y a efectos de que se les reconozca como parte tolerante- proponen una especie de culpa compartida, sugiriendo que todos hemos sufrido su guerra imaginaria. Su idea de «un relato compuesto por todos los relatos, donde ningún sufrimiento sea omitido u ocultado» es surrealista, pues equipara al asesino y a su víctima.
Ni siquiera resulta creíble esta pretensión de equidistancia. En julio reprochaban al PNV que participase en el homenaje a Miguel Ángel Blanco, pues «debilita al independentismo de izquierdas», cuyo fortalecimiento debe de ser, en su criterio, una prioridad para el PNV.
¿Por qué creen que recordar a una víctima les debilita? Se debe a que su equiparación entre agresores y agredidos es pura filfa. Entienden que los militantes de ETA defendieron al pueblo (vasco) de los históricos ataques de sus opresores. No los ven como terroristas, sino como combatientes altruistas.
La incapacidad de asumir alguna responsabilidad señala los límites de la conversión de esta gente a la democracia. Sostienen que el sistema político debería premiar sus querencias, por lo que, como mucho, creen en una democracia condicionada, al albur de los que la agredieron. Pero un régimen que enaltezca a los matones no podría llamarse democracia.
Se pretenden inocentes. En su descargo podría señalarse que las sociedades no suelen asumir sentimientos de culpa. Estos surgen en las conciencias individuales. Singulariza al independentismo vasco que ni durante las décadas del terror ni después se han alzado voces que asuman alguna responsabilidad. O que advirtiesen el deterioro ético.
Aquí reinó el terror durante mucho tiempo y en su sostenimiento intervinieron grupos que no han roto con aquellas actitudes, sino que se siguen identificado por ellas. Jamás se les ha oído una actitud crítica con la violencia política. Por lo que se deduce, nunca se ha arrepentido nadie de nada: no por los asesinatos, las extorsiones, las amenazas, los secuestros, los robos ‘revolucionarios’, las agresiones callejeras, las pintadas que señalaban, las listas negras… por nada. Al contrario: no resulta difícil percibir una especie de orgullo, el de haber levantado la llama de la violencia revolucionaria por la que, creen, resurgió el alma de la nación: una nación desalmada.
No solo no hay arrepentimientos, sino que quieren construir el futuro sobre esta pretensión de inocencia, enalteciendo a quienes sembraron el terror, a los que van homenajeando. En el mundo que nos traen sobran las víctimas, a las que para invisibilizarlas se las mete en una serie histórica que arranca de la Guerra Civil. El saco de todas las víctimas está pensado para descargar conciencias y disfrutar la inocencia. «Vulneración del derecho a la vida»: de esta forma tan rara llama al asesinato la prosa que pretende comprenderlo todo. No mataron, vulneraron el derecho a la vida. Puede la fiesta continuar.
Y, sin embargo, el pasado está lleno de culpas. Los años del terror se construyeron sobre actuaciones que no eran inocentes. El ‘algo habrá hecho’ que se convirtió en estandarte de estigmatización de las víctimas equivalía a llamarlas culpables. Hubo listas negras, señalamientos de objetivos, ‘ETA, mátalos’. A la derecha se la consideró culpable por ser de derechas; a los militantes de UCD los asesinaron por ser de centro. La agresividad se propagó por el País Vasco señalando culpables: el que era españolista, el que no pagaba la extorsión (‘paga y calla’, coreado en campos de fútbol), aquel cuyas ideas no encajaban con el cerrilismo totalitario. Invocan hoy la inocencia, pero no tuvieron reparos en inventar culpables y celebrar los atentados.
La democracia venció al terrorismo, pero el lenguaje no ha cambiado. Bildu llama «a luchar» en la calle y las instituciones por «la liberación nacional y social de Euskal Herria». Suena a letanía de otros tiempos, supuesto que tal lucha callejera no consistirá en saludar amablemente a los vecinos para animarlos a liberarse (nacional y socialmente).
Una década después de desaparecer ETA, subsisten ámbitos que siguen glorificando al terrorista, sosteniendo su inocencia y, en consecuencia, la existencia de culpables a los que forzosamente tienen que ver en el ámbito de la democracia: no cabe la inocencia sin la culpabilidad ajena. «Este pueblo está determinado a alcanzar sus objetivos», asegura Sortu: «Se lo debemos a cuantos nos han precedido en esta larga lucha». Aquí no se aprecia ningún repudio del terror.