Ignacio Camacho-ABC
- Vivimos un proceso de autodestrucción del sistema cuyo verdadero alcance empezaremos a conocer cuando remita la pandemia
Dos escaños vacíos, separados por dos años de distancia, resumen o simbolizan la ruina política de España. El primero fue el de Rajoy, evadido de una moción de censura que renunció a pelear, aunque probablemente hubiese dado igual que lo hiciera, para diluir su liderazgo en la estampa patética del bolso de la vicepresidenta. El segundo, esta semana, el de un Sánchez ebrio de soberbia al punto de desdeñar a la Cámara que se humillaba con la entrega incondicional de su propia esencia. Escapismo pusilánime e indiferencia altanera: los dos polos de una crisis de dirigencia que no es más que el reflejo de un proceso de autodestrucción del sistema cuyo verdadero alcance empezaremos a conocer cuando remita la pandemia.
Cuando al disiparse la niebla del estado de emergencia podamos apreciar los escombros de una democracia en quiebra. Porque de eso se trata, de una involución autoritaria favorecida por la abulia ciudadana, por el éxito de la propaganda esquemática, por el conformismo de una sociedad civil desestructurada que ha perdido la confianza en las instituciones y se deja mecer por la prédica vacua de los populismos y sus falsas recetas pragmáticas. Hasta ahora habíamos visto síntomas, pistas, signos que apuntaban a un cambio de régimen subrepticio que empezó con aquel banco desierto sobre el que abdicó el marianismo. Hoy estamos ante el salto cualitativo de un Parlamento sumiso a la voluntad bonapartista de un caudillo que se considera por encima del marco jurídico. No es una hipérbole ni una licencia de estilo: ha ocurrido. Una mayoría de diputados se ha avenido a votar su propio suicidio, a deponer bajo una coartada temporal el ejercicio soberano de su poder representativo.
Es una inmolación. Un acto de vasallaje. Los legisladores han dado su anuencia consciente a dos irregularidades que violentan o retuercen los principios constitucionales. Ni el estado de alarma admite prórrogas de duración discrecional ni su ejecución puede delegarse o federalizarse en la totalidad de los presidentes de las comunidades. Pero no es esto lo más grave; siempre podrán revocar esta arbitrariedad los tribunales, aunque su eventual pronunciamiento llegará tarde. Lo peor es que el Congreso ha dimitido -¡¡por seis meses!!- de su función esencial de control al Gobierno, lo que equivale a anular los mecanismos de equilibrio y contrapeso y a dejar la división de poderes en suspenso durante un período en el que la población va a sufrir la limitación de sus derechos. El Senado de Roma ya autorizaba un mando excepcional cuando la República atravesaba contratiempos… y se llamaba dictador al líder escogido para salir del aprieto. Ése era exactamente el término.
Aquellos «pretores máximos» solían por cierto mostrar tendencia a perpetuarse en el cargo. Pero al menos no cometían el agravio de desairar con su ausencia a quienes iban a nombrarlos.