Ignacio Camacho-ABC
Ante el abismo del caos crece en las élites la nostalgia por la «dulzura de vivir» que traía el catalanismo pragmático
LA estampida de empresas y capitales en busca de seguridad jurídica somete al soberanismo a la gran prueba de su control interno. Ahora se va a saber de verdad quién manda en el proceso: si las vanguardias políticas e institucionales que lo pusieron en marcha o las plataformas civiles que utilizaron como coreográfica fuerza de choque y que han crecido en influencia hasta convertirse en los verdaderos promotores del movimiento. Es la hora de saber si el semiderruido sistema político catalán responde aún a la lógica de los partidos y de sus sectores sociales de apoyo o se ha quedado atrás en una dinámica revolucionaria que supera su propio proyecto.
Se sabe desde Hobsbawn que las revoluciones –y todo pronunciamiento de independencia lo es– comienzan en élites burguesas moderadas que pronto ceden la iniciativa reformista ante el empuje de sucesivas oleadas radicales. Por lo general, acaban regresando a un orden convencional dirigido por un nuevo patriciado, pero siempre después de grandes turbulencias, bruscos cambios de hegemonía y períodos dramáticamente inestables. La situación de Cataluña se encuentra en la segunda fase: el momento en que los extremistas adquieren impulso para imponerse a través del dominio de la calle.
Se trata de un conflicto de poder en el que los partidos nacionalistas están a punto de quedar sobrepasados para desesperación de una clase empresarial y financiera que ha entrado en pánico. Muchos de los directivos que están sacando por patas sus compañías apoyaron o vieron con cierta complacencia el prusés creyendo que podrían controlarlo y que sacarían de él privilegios fiscales o beneficios varios. De repente se han quedado sin interlocutores porque el separatismo institucional ha implosionado. Artur Mas siente ya el mareo de la secesión, Junqueras está en pleno bloqueo estratégico y el mediocre Puigdemont parece decidido a inmolarse poseído por un designio iluminado. Las CUP, verdaderos amos de esta etapa, se han aliado con los fundamentalistas de ANC y Òmnium para dominar los tiempos y ocupar los espacios; reforzados por el éxito de sus algaradas amenazan con movilizar masas y arrastrar a la sociedad al enfrentamiento abierto, terminal, con el Estado.
El éxodo financiero e industrial responde a la sensación de que los frenos de la rebelión se han averiado. La casta dirigente trata de presionar a los actores políticos para que se avengan a un mínimo de cordura, pero no encuentra respuestas porque el arrebato emocional arrolla a los moderados. La última esperanza es un tamayazo, una deserción parcial de diputados que obstruya la declaración secesionista con un plante parlamentario. Hay un ataque de vértigo general y ante el abismo del caos crece en la alta burguesía desbordada una nostalgia chateaubriandesca por aquella apacible «dulzura de vivir» que traía, prima della rivoluzione, el catalanismo pragmático.