Ignacio Camacho-ABC
- El cesarismo sanchista apunta un modelo «iliberal» de izquierdas que tiende a arrogarse todos los poderes del sistema
A este Gobierno hay que irlo aprendiendo, y para eso lo primordial es cogerle el punto, deconstruir su lado grotesco, distinguir entre su tendencia gestual y su plan estratégico. Al menos los ciudadanos, que la oposición va a ritmo más lento y aún no afina entre la crítica eficaz y el improperio. Estamos en primero de sanchismo porque el último año y medio no ha sido más que el preparatorio del examen de ingreso en una licenciatura que se cursa sin libros de texto. Y lo que se va viendo es que el humor se perfila como la herramienta más adecuada para asimilar la sesgada verborrea doctrinaria que nos espera entre grandes dosis de propaganda. El antídoto a este derroche de facundia ideológica se llama cachondeo, sorna, chanza. Entre otras razones porque es imposible no tomar a guasa enredos como el cese de esa directora de Diversidad Racial (sic) por ser blanca o el empeño de reescribir la Constitución desdoblando el género de sus sintagmas. Luego vendrán el especismo, el posgenerismo y demás muestras contemporáneas de lo que los filósofos Braunstein o Murray bautizan como «la locura de las masas». Contra esos conatos de ingeniería social adanista y dogmática, que sus apóstoles -y apostolesas- predican con seriedad iluminada, no hay mejor arma que la de poner de manifiesto su estrambótica comicidad involuntaria.
A nada de eso hay que hacerle mayor caso que el de convertirlo en chiste para pasar el rato. Son las asignaturas «marías» de este grado en el que los españoles nos acabamos de matricular sin saber bien qué estudiamos. El meollo de la carrera, en cambio, sólo está empezando: consiste en la silenciosa refundación de las bases del Estado y en la aparición de una especie de iliberalismo autocrático que, a diferencia de los países del grupo de Visegrado, se disfraza bajo los mantras protectores del progresismo, la plurinacionalidad o el diálogo. Ahí está el núcleo serio: en un cesarismo ejecutivo que utiliza la legitimidad parlamentaria para concentrar poderes en un régimen nuevo cuya apariencia democrática puede devenir en un mero contenedor hueco. Un modelo que empieza por la relativización de la idea de nación, por un vacuo populismo sin pueblo, por la consagración de «la política» como ámbito al margen del derecho, y acaba en la reclusión del adversario en un cerco de aislamiento, en la autoasignación de la potestad de declarar lo que es y no es correcto y en el sometimiento de todas las instituciones y agentes de la vida pública a la voluntad arbitraria del Gobierno. En el poder como alfa y omega, como único proyecto.
La primera fase es jocosa y puede resultar hasta divertida; la segunda es inquietante. Y su éxito dependerá de que los actores sociales sepan descifrar a tiempo las señales claves. En caso contrario, el sistema de libertades se transformará en un mecanismo tan adulterado como la tesis de Sánchez.