Ayer, Mariano Rajoy dedicó a Cataluña buena parte de su discurso de proclamación como presidente indefinido del Partido Popular. Primero leyó unos párrafos del Barrio Sésamo democrático. Y luego adquirió un compromiso que sonó solemne: «No vamos a permitir un referéndum que busca la ruptura de España». Hay que agradecerle el énfasis. El problema son los precedentes.
Rajoy dijo lo mismo el 12 diciembre de 2013, ante el entonces presidente del Consejo Europeo, Herman Van Rompuy: «Esa consulta es inconstitucional y garantizo que no se celebrará. Eso está fuera de toda duda».
Y el 21 de enero de 2014, ante la periodista Gloria Lomana: «La Ley se va a cumplir, y un referéndum en el que se pretende poner en tela de juicio la soberanía del pueblo español no se va a celebrar».
Y el 25 de enero, ante todo el PP catalán: «Mientras yo sea presidente del Gobierno ni se celebrará ese referéndum ni se fragmentará España».
Y el 6 de julio, ante Aznar en el Campus FAES: «Ese referéndum no se puede celebrar y no se va a celebrar, lisa y llanamente porque es ilegal».
Y el 25 de agosto, ante Angela Merkel, después de un bucólico paseo por los bosques gallegos: «De ninguna de las maneras se celebrará un referéndum ilegal en España».
Y. Y. Y.
Y el referéndum se celebró.
Si no se hubiera celebrado, yo no habría visto a Mas en el banquillo. Y si se celebró es porque el Estado no lo impidió.
Se ha denunciado muchas veces y Javier Melero, el abogado de Mas, lo aprovechó hábilmente durante el juicio: el 9-N fue posible porque el Gobierno no lo hizo imposible. Rajoy se equivocó. Midió mal a los nacionalistas. Escogió pésimamente a sus interlocutores y estrategas. No hizo caso a los referentes del constitucionalismo catalán, a pesar de haberlos consultado reservadamente en La Moncloa, y sí, en cambio, a los escapistas, los terceristas y los mercaderes. Confundió sus deseos con la realidad. El Gobierno creyó que el referéndum no se iba a celebrar. Y su error lo pagaron todos los españoles. Y lo pagarán.
En el congreso del PP, bajo atroces luces de neón, el ministro de Justicia se dejaba querer por los cazadores de selfies. Rafael Catalá es un hombre inteligente, al que le gusta la política. Y ha aprendido la lección. Esta vez sí cree que el separatismo va en serio. Que el órdago de Puigdemont no es cosmético ni táctico. Que habrá conflicto. La duda es si esta convicción del Gobierno, nueva y firme, se concretará en una acción nueva y firme.
En su intervención, Rajoy fijó tres grandes prioridades en relación con Cataluña: «Recuperar las instituciones», «reconstruir la cohesión interna» e impulsar «un nuevo espíritu de concordia». Son objetivos razonables, intemporales. Pero la amenaza de un referéndum de secesión no plantea un reto de tipo ideológico o electoral –la batalla de las ideas y de los votos tendría que haberse librado desde hace años y tendrá que librarse durante décadas–, sino puramente técnico. El Gobierno tiene que explicar cómo va impedir la celebración de un referéndum que sabe que se va a convocar. ¿Qué medidas va a adoptar? ¿En qué momento? ¿Va a esperar al último día para precintar los colegios electorales? ¿Va a aplicar con antelación el artículo 155 de la Constitución? Son preguntas incómodas para cualquier presidente, y más para Rajoy. Pero está obligado a contestarlas ante los españoles. Y su partido debe ayudarle en la tarea de comunicación y movilización de los ciudadanos.
Tres días en las gélidas tripas de la Caja Mágica han confirmado las previsiones sobre el congreso del PP. Sin estímulo interno ni externo, ha sido un puro trámite narcisista. Se habló (lo mínimo posible) de primarias; algo (y a gritos) del futuro de Cospedal; y mucho (y estérilmente) de la maternidad subrogada. Del asunto que el propio presidente destacó en su discurso, no se habló. Deliberadamente. La estructura temática de las ponencias parecía diseñada para evitar el debate: la de Política Territorial se juntó con la de Economía. En las deliberaciones, la palabra Cataluña apenas asomó su conflictiva cabeza. Y cuando lo hizo fue peor. Alberto Núñez Feijóo llevó la ficción al paroxismo: «Hemos de imitar a los catalanes, emular su seny». Y eso que hablaba a puerta cerrada. Luego tomó la palabra Xavier García Albiol, el dirigente más interesado en ahormar una respuesta sólida frente a los planes separatistas. Pues tampoco. Alguien pensó que era más conveniente encargar al líder del PP catalán la coordinación de las enmiendas relativas a la energía y los autónomos que las relacionadas con Cataluña.
En los pasillos, mientras la dirección del partido se distraía en cábalas sobre su propia continuidad, el único concejal del PP de Cardedeu compartía su desasosiego con los amigos. Hace un par de años, durante las fiestas del pueblo, 15 trabucaires simularon su fusilamiento a las puertas de su casa mientras tarareaban el himno del PP. Desde entonces, el acoso no ha cesado. Insultos. Amenazas. Provocaciones. La mayoría separatista está crecida. Y el Estado, encogido. «El problema es que las instituciones flaquean. Los Mossos ya no admiten nuestras denuncias. Y la Justicia, pues… 33 jueces han firmado ya a favor del derecho a decidir».
Rajoy tuvo un recuerdo para este concejal y para todos los demás catalanes que se sienten españoles: «Nunca les vamos a abandonar». Que así sea. El desamparo del constitucionalismo ha sido flagrante y no se limita a Cataluña. Entre los compromisarios, deambulaba el antiguo azote de los proetarras, Carlos Urquijo. Acaba de cobrar su primer mes de paro después de haber sido destituido como delegado del Gobierno en el País Vasco. El PNV llevaba años exigiendo su cabeza como parte de una negociación con el Gobierno. También estaban los menguados cuadros del PP navarro, que combaten el avance del nacionalismo vasco ante la absoluta indiferencia de Madrid. El sábado que viene, la presidenta Barkos ha convocado un acto oficial para «el reconocimiento y reparación de las víctimas por actos de motivación política provocados por grupos de extrema derecha o funcionarios públicos». Más allá, el balear José Ramón Bauzá intentaba recabar apoyos para plantar cara al pancatalanismo, esta vez dentro su propio partido.
El presidente del Gobierno y del Partido Popular sabe ya que el nacionalismo va a colocar las urnas contra la democracia. Primero lo creyó una farsa y ahora se dispone a encarar el drama.