ABC 31/01/15
IGNACIO CAMACHO
· En estos años no se han arreglado demasiadas cosas, pero en 2016 se pueden estropear las pocas que se habían enderezado
DESDE que comenzó la ya larguísima crisis que ha cambiado nuestras vidas, los cambios de año se suceden conforme a una suerte de versión sociológica del «principio de incertidumbre» de Heisemberg, según el cual ciertas variables físicas no pueden medirse con precisión al mismo tiempo. La política y la economía guardan una relación intrínseca pero no se mueven de forma lineal ni correlativa, como acaba de demostrar el fracaso de la estrategia marianista, y ese generalizado error de percepción determina una prolongada confusión colectiva en las sociedades que lo cometen. El largo ciclo electoral de 2015, con cuatro comicios consecutivos transcurridos en medio de un proceso constante de recuperación económica, no sólo no ha estabilizado la estructura institucional del país sino que la ha dejado más tambaleante y fragmentada. Tanto el mundo político como las percepciones sociales obedecen a oscilaciones impredecibles que invalidan el determinismo cuántico.
La legislatura recién concluida certifica la imposibilidad de someter el comportamiento electoral a leyes de lógica correlativa. A la hora de votar el pueblo no tiene que ser sabio; le basta con ser soberano. De hecho hay ocasiones en que la tan elogiada sabiduría popular se expresa en las urnas, como acaba de suceder, de manera ininteligible o como mínimo algo desordenada. Así, en su soberana e incontestable voluntad, el cuerpo ciudadano ha emitido un veredicto impreciso que parece el fruto de un debate social mal resuelto y en todo caso políticamente impracticable. Los años de crisis han dejado demasiadas brechas abiertas y la economía no ha bastado como fórmula unívoca para cerrarlas. El Gobierno se ha centrado en un esfuerzo correcto pero insuficiente. Ha medido las energías sociales con un método desenfocado.
El resultado de ese desajuste es el de una zozobra general que amenaza con desequilibrar la trayectoria de la nación en su conjunto. En los últimos cuatro años no se han arreglado demasiadas cosas, pero en 2016 se pueden estropear las pocas que se habían enderezado e incluso las que aún no se han roto. La situación de partida es desalentadora: el marco político retrata un país no sólo dividido, sino sumido en una cierta indecisión quebradiza. El clásico período de transición en que lo viejo se resiste a morir y lo nuevo no acaba de nacer. En las sociedades maduras, esas etapas críticas se resuelven con pactos de gran alcance, alianzas estratégicas que priman las sinergias frente a los costes de transacción. La alternativa son las convulsiones y espasmos propios de estados de ánimo crispados y nerviosos. La política tiene una ventaja sobre la física y es que sus movimientos no son inexorables: puede corregirlos y rectificarlos mediante el ejercicio de la responsabilidad. He ahí un deseo, más bien una necesidad, por el que brindar con las uvas de Año Nuevo.