Ignacio Camacho-ABC

  • La realidad ha sacado al suceso del primer plano. Ya es difícil usarlo como combustible político de una sacudida de rechazo

No te empeñes, amigo. Acéptalo. Deja de esperar que alguien le encuentre al asesino un remoto gen mozárabe o un architatarabuelo que combatiese contra Alfonso VI en la reconquista de Toledo. Salte un rato del estercolero de Twitter, desconecta unas horas la ardiente mensajería del teléfono. Quizá así tengas tiempo para concederte a ti mismo la oportunidad de sentir lo que la ira te ha impedido hasta este momento: un poco de compasión por el niño muerto. Si eres capaz de hacer un poco de autocrítica incluso es posible que comprendas que hay ya demasiada piromanía social para inventarse encima incendios. No era quien pensabas, ya está. Afloja el ceño, aunque los que te han calentado la cabeza sigan insistiendo.

Los periodistas sabemos algo de estas cosas. A veces creemos haber dado con una noticia sensacional, la ansiada exclusiva, y cuando todo está listo aparece un dato de última hora, una duda razonable, y la destroza. Bueno, siempre hay alguno, así le va al oficio, dispuesto a impedir que la verdad le estropee una buena historia. Pero no suele ser la norma. Como tampoco lo es que la realidad se ajuste siempre a esquemas prejuiciosos ni responda a certezas categóricas. Estos días te he oído clamar contra «el silencio cómplice de la prensa subvencionada»: te sentías cómodo en la cámara de eco donde los oportunistas agitaban tus emociones primarias con especulaciones falsas. Sin darte cuenta te estabas convirtiendo en la carne de cañón propicia para un estallido como el de Gran Bretaña.

Ahora el discurso de la rabia ha girado. Primero hacia la lentitud policial y luego hacia la salud mental y la posibilidad, todavía también especulativa, de que el criminal eluda el precio penal de sus actos. Una forma de reconducir el fracaso de una operación destinada a convertir el terrible asesinato en un chispazo de encono multitudinario. Aun así, de repente el suceso ha empezado a importar menos, a retirarse del primer plano porque ya es mucho más difícil utilizarlo como combustible político de una ventajista sacudida de rechazo. Sin un debate esquinado sobre la procedencia, la raza o el credo del autor, el asunto pierde mucho impacto. El dolor de la familia de la víctima nunca ha pasado de ser un aspecto secundario.

Acaso no tarde, por desgracia, en sobrevenir otra tragedia donde puedas confirmar tus sospechas y liberar la cólera sesgada que las evidencias te han obligado a mantener sujeta. Porque es obvio que existe un problema de convivencia que sólo niegan los estúpidos y cierta izquierda ideológicamente hemipléjica. Habrá más ocasiones, sí, y nadie habrá aprendido la lección de ésta, que sólo consiste en una mínima apertura al principio de contradicción objetiva entre los hechos y las ideas. En mantener, frente a la presión de las jaurías sectarias que rugen ahí fuera, la cautela y la serenidad propias de una conciencia honesta.