EL PAÍS 11/11/13
JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA
· No debe reducirse su voz a lo emocional cuando son referentes simbólicos
Las víctimas del terrorismo nacionalista ostentan una condición peculiar que no concurre en ninguna otra clase de víctimas de cualquier otra violencia. Ello se debe a que a su circunstancia personal de haber sufrido un daño ilegítimo (en lo que coinciden con cualquier otro perjudicado por un delito) añaden la de que esa violencia no se dirigía personalmente contra ellas en cuanto concretos seres humanos, sino que se dirigía contra la sociedad política. No por su voluntad (nunca quisieron ser víctimas de nada), sino por el designio de sus victimarios que usaron su sufrimiento como un medio para doblegar el Estado de derecho, se convirtieron en víctimas públicas, en el más noble sentido de este adjetivo.
Ser víctima pública no es fácil, precisamente por ese doble rostro que presentan. Son personas, y como tales sujetas a todas las pasiones que sufrir un daño injusto desencadena en el ser humano, sobre todas la de desquitarse y devolver mal por mal, que es la más natural y obvia de todas. Pero son personas cargadas, sin quererlo, con un potente fardo semántico: son símbolos vivientes de ese Estado de derecho que se ha querido destruir o torcer a través de ellas. Eso es lo que les da su fuerza y su presencia públicas.
El riesgo que corren las víctimas públicas, las víctimas del terrorismo nacionalista vasco entre nosotros, es el peligro de disociar esas dos caras que implacablemente les han esculpido. Más en concreto, es el riesgo de la privatización, es decir, el de reducir su voz al aspecto humano violado y sufriente, que es el más potente y expresivo en una sociedad emocional como la nuestra, con olvido de sus responsabilidades simbólicas que, no por abstractas y frías, son menos importantes. Lo son más. Las víctimas no pueden apartarse un milímetro de los dictados y exigencias del Estado de derecho sin perder en ese mismo momento esa su condición. En ese sentido, las víctimas públicas son patrimonio del Estado de derecho y no al revés.
La violencia terrorista se trata como un problema interpersonal particular
Las víctimas pueden optar —cómo no— por ser un ciudadano como cualquier otro y, en tanto que tal, reclamar venganza, desquite o castigo infinito. Pero entonces no serán ya sino personas privadas, serán de la clase de víctimas que el Derecho Penal moderno ha mirado siempre con desconfianza por la inevitable tensión a que están sometidas, la de buscar su wergeld haciendo del delito una cuestión particular.
Ahora bien, ese riesgo de privatización no apunta solo por el actuar de las víctimas del terrorismo. Al contrario, es sobre todo la propia sociedad vasca la que está marcando ya un deliberado camino de privatización de las víctimas y, con ellas, de reprivatización del propio terrorismo. Y cuando hablo de sociedad vasca me refiero a las fuerzas políticas que mayoritariamente la representan en la política (nacionalistas y vasquistas), así como a los medios de opinión más influyentes.
¿En qué consiste este fenómeno de reprivatización en marcha? Desde luego, es abigarrado y complejo en sus motivaciones últimas, que van desde las del posterrorismo de salir políticamente indemne de la derrota, hasta las del ciudadano biempensante y bienquedista partidario de pasar página de una vez, pasando por el nacionalismo hegemónico atento a que su canon del conflicto secular no se le estropee. Pero es unitario en su actuación: trata de aplicar las técnicas terapéuticas de la “justicia transicional” o de la “justicia restaurativa” a la situación sobrevenida tras el cese de la violencia, privilegiando las terapias de reconstrucción y reconciliación interpersonal entre víctimas y victimarios muy por encima de la aplicación inexorable de las penas legalmente establecidas y la exigencia de cuentas políticas a los inspiradores.
Se pretende borrar el crimen político como si no hubiera tenido lugar
Para ello, se crea primero un enfoque o encuadre adecuado: el terrorismo nacionalista se presenta como un caso histórico de daños humanos plurales, en el que el común denominador es el sufrimiento humano. Ello permite ampliar desmesuradamente el concepto de víctima, tanto que sea imposible identificar al agente político causal concreto, diluido entre las diversas violencias.
Una vez establecido este marco, la violencia ocurrida se conceptúa y trata como un problema interpersonal particular entre víctima y victimario. Se trata de utilizar las adecuadas técnicas terapeúticas para conseguir que la víctima asuma el daño, haga su duelo, restaure una relación rota, se reconcilie con el victimario, que este se arrepienta, que aquella perdone… y así. Todo ello con un aire psicológico y sanador más propio de la clínica que del Derecho o la política. Aunque ahí está la propia opinión pública para presionar a las víctimas a entrar por esta senda, so pena de enviarlas al modelo del rencoroso (el enfermo que no quiere sanar).
En este marco, la sociedad es conceptuada como una persona más, simplemente más extensa. Lo que vale a nivel psiquiátrico para la víctima, vale también para la sociedad. Se supone que una terapia exitosa de reconciliación interindividual sanará también a la sociedad, regenerando el tejido que la violencia política rompió. Lo que en el fondo se asume, aunque sea inconscientemente en algunos casos, es que si ya no existieran víctimas ni presos, si ambos se borrasen pronto en un abrazo catártico, el terrorismo nacionalista nunca habría existido y podría reinaugurarse de nuevo aquel oasis vasco que los historiadores cuentan que sucedió al abrazo de Vergara en el siglo XIX.
De esta forma sutil y cariñosa, porque también tiene su lado amable, las víctimas son reducidas a la privacidad y, sobre todo, el propio terrorismo es reescrito como un caso de violencia multidireccional que causó mucho sufrimiento, pero que fue felizmente superado en la catarsis de las personas afectadas. Lo que hubo detrás de ese terrorismo, es decir, el intento de muchos de imponer al resto un muy concreto proyecto político por medio del crimen, la complicidad intelectual y humana de otros muchos, la dócil asunción social generalizada del rol de espectador, todo eso quedará borrado y suprimido, como si no hubiera tenido lugar nunca en la historia, parafraseando a Fernando VII. Eso sí, y aunque resulte sarcástico el decirlo, todo ello sucederá entre un coro de invocaciones colectivas a la memoria. A veces, la invocación ritual a la memoria privatizada es la forma más sencilla para olvidar el desastre colectivo.