Nicolás Redondo Terreros, presidente de la Fundación para la Libertad, EL ECONOMISTA 24/11/12
Es cierto que en las democracias parece que uno hace lo que quiere; pero la libertad política no consiste en hacer lo que uno quiera […]; «la libertad es el derecho de hacer todo lo que las leyes permiten, de modo que si un ciudadano pudiera hacer lo que las leyes prohíben ya no habría libertad, pues los demás tendrían igualmente esa facultad», dice Montesquieu, estableciendo las bases de la democracia moderna que, pareciendo hoy obviedades para muchos, son sin embargo despreciadas por algunos dirigentes políticos que se consideran por encima de las leyes.
Con su obra El espíritu de las leyes, la moderada evolución de la sociedad británica y la independencia de Estados Unidos, comienza el periodo de la democracia tal como la entendemos hoy en día, único marco posible para el crecimiento económico -iniciado con la primera Revolución industrial- y el bienestar de los ciudadanos. En países sin libertad también ha sido posible, y lo vemos hoy, un vertiginoso crecimiento económico, pero a costa de la pobreza más injusta y la desigualdad más estremecedora.
Así, es imprescindible reconocer que, cuando la ley expulsa la arbitrariedad de una sociedad, la libertad de los ciudadanos es una realidad, y cuando los poderes legislativo, ejecutivo y judicial se equilibran moderada y prudentemente, se dan las circunstancias necesarias propicias para crear riqueza y para conseguir un reparto justo de la misma sin caer en igualitarismos estériles. Todos los demás sistemas, a buen seguro plagados de buenas intenciones, han demostrado fehacientemente su fracaso y en la mayoría de las ocasiones, por añadidura, han sido fuente y origen de sufrimientos inhumanos.
Es por ello por lo que podemos y debemos defender, desde la derecha y desde la izquierda, la defensa de la ley, la libertad de los ciudadanos y el equilibrio de poderes, por desgracia puestos hoy todos ellos en peligro, en grado diverso, en nuestro país. La ley es públicamente repudiada por los nacionalistas catalanes y por el máximo representante del Estado en Cataluña -ésa es la diferencia más sustancial con Escocia y Canadá-, para mayor sorpresa de la mayoría. Ese gran peligro es el que me ha llevado a impulsar y firmar con otros amigos el manifiesto «Con Cataluña, con España», que recoge nuestro derecho a defender la España del 78 con las adaptaciones que sean necesarias y la radical defensa de las reglas de juego, es decir de la ley. El despreció a la ley permite la entronización de la arbitrariedad y ésta no se compadece bien con la ciudadanía: hombres libres e iguales ante la ley.
El pasado es necesario para saber de dónde venimos. España ha realizado un recorrido extraordinario en estos últimos sesenta años, que no está demás recordar en estos momentos de gran inquietud para una sociedad duramente golpeada por la crisis económica.
No obstante, también se puede utilizar como refugio de una sociedad amenazada por un futuro incierto como nunca en la historia; cuando eso sucede, los individuos que integran esas sociedades se inflaman con un sentimentalismo que los uniformiza, que los hace indistinguibles, convirtiendo la sociedad en pueblo y al conjunto de hombres y mujeres en un rebaño que expulsa la razón de sus análisis y de sus comportamiento públicos. En ese proceso la libertad individual se difumina y pierde importancia en aras de una voluntad tan potente como difusa del pueblo en marcha, y esto es lo que esta sucediendo en Cataluña, otrora el territorio más prospero y cosmopolita de España, conmocionado hoy por un empobrecimiento de su sociedad y ejemplos clamorosos de pueblerinismo ignorante de sus dirigentes cuando viajan fuera, sea a Bruselas o Moscú.
Por último, veo con preocupación el debilitamiento general de la legitimidad de nuestras instituciones públicas, desestabilizando el necesario equilibrio de los diferentes poderes de los que depende nuestra libertad y nuestra seguridad. No es ajena a esta lamentable situación la dominante expansión de los partidos políticos en el territorio público, en detrimento tanto del crédito de las instituciones ante los ciudadanos como de la propia sociedad civil, acobardada y un tanto jibarizada por el partidismo sectario -no por la política como algunos maledicentes o ignorantes suelen proclamar-.
Los conflictos de Cataluña, los problemas de la pacificación en el País Vasco y la superación de la crisis económica tendrían soluciones más razonables y menos costosas para todos si enfrentáramos previamente los problemas referidos con anterioridad.
Nicolás Redondo Terreros, presidente de la Fundación para la Libertad, EL ECONOMISTA 24/11/12