Mikel Buesa-Libertad Digital
Llegados a este punto, unos días antes de que se celebre el pleno de investidura en el Congreso de los Diputados, todo es especulación y duda, pues no hay nada o casi nada pactado mientras la aritmética parlamentaria amenaza con su inapelable veredicto. Cuál vaya a ser éste no lo sabemos por mucho que, en las tertulias y mentideros, se crucen las apuestas, y en los círculos de poder se reaviven las presiones en uno u otro sentido. Nadie puede hacer un diagnóstico razonable, pues ese mundo parece más una encrucijada de pasiones y anhelos apenas escondidos, que el sereno lugar en el que se intercambian las ideas, se debaten los intereses y se resuelven los problemas políticos a través del diálogo racional.
Trece son las fuerzas políticas que tomarán la palabra en el Congreso, las que emitirán su voto, las que resolverán o tal vez complicarán aún más este enredo. Trece, aunque algunas de ellas son coaliciones oportunistas de fuerzas más o menos minoritarias que, por sí solas, jamás podrían haber ocupado un escaño. En esta España donde el desgobierno parece importar poco, al menos en el estamento ciudadano, semejante batiburrillo se toma como un signo de normalidad sin apreciar que, de esos partidos, ocho sólo representan intereses regionales y se aprestan a poner tasa a su eventual apoyo al candidato designado por el Rey. Todo tiene precio y éste crece cuando la mercancía escasea. Por eso, cada uno de los votos regionalistas vale lo que su peso en oro; y además, no sólo hoy, sino también en un futuro inmediato que puede durar hasta cuatro años. Luego, ya se verá, pues con otras elecciones, si se ha jugado bien la partida, los votantes premian a los partícipes en ese comercio.
Los ocho partidos apenas representan al diez por ciento de los ciudadanos que, en las últimas elecciones, depositaron su voto en las urnas. Sus escaños suman casi el once por ciento del total. Por eso no puede decirse con rigor que están sobrerrepresentados. No es así, porque lo que ocurre es que su papel es muy diferente al de los demás diputados, pues se circunscribe a ver cómo se engorda la tajada para sus territorios. Ello les da, en momentos especiales como el de la investidura, una oportunidad irrepetible que, cuando como ahora la fragmentación electoral complica la formación de mayorías nacionales, alcanza su máxima expresión. Eso es todo.
En realidad, desde que los constituyentes creyeron que creaban una cámara de asuntos territoriales con el Senado, mientras abrían la puerta del Congreso a la genuina representación territorial, esto ha sido siempre así. Lo que pasa es que ahora, cuando a los españoles, cabreados con el mundo y, sobre todo, con los políticos, nos ha dado por magnificar nuestras sutiles diferencias, se nota más. No digo que esos —los políticos— no tengan mucha culpa, pero es forzoso reconocer que una parte de ella hay que atribuírsela al diseño institucional. Por eso, cuando en algún momento vuelva la cordura y nos pongamos a arreglar lo que no funciona bien en nuestro sistema político-electoral, espero que alguien se acuerde de corregir ese desvarío. Mientras tanto, resignémonos, pues todo indica que habrá que seguir metiendo papeletas en las urnas casi sin descanso y no cada cuatro años.