Editorial-El País
El tribunal alemán ni absuelve a Puigdemont ni legitima el secesionismo
La decisión del Tribunal de Schleswig-Holstein de inadmitir la petición de entrega a España del expresident de la Generalitat Carles Puigdemont por el delito de rebelión no equivale, como han pretendido algunos, a un veredicto incriminatorio sobre la democracia española, su Estado de derecho ni sus instituciones judiciales. Tampoco puede ser leída como una absolución, total o parcial, de los líderes independentistas actualmente encausados por el Tribunal Supremo y, por supuesto, menos aún como una legitimación de las gravísimas actuaciones por ellos desarrolladas en los funestos meses de septiembre y octubre del año pasado.
Esa lectura no es posible porque, como el propio tribunal alemán ha explicado, queda acreditado no solo que hubo violencia, sino que “los actos violentos” del 1-O “se pueden imputar al acusado en cuanto iniciador y defensor de la celebración del referéndum”. Cuestión distinta es que el tribunal no aprecie que el grado de violencia atribuible a Puigdemont fuese tan abrumador como para obligar al Gobierno a “capitular” ante sus exigencias, que sería el requisito de gravedad que en Alemania convertiría el delito español de rebelión en el alemán de alta traición y que permitiría franquear así la euroentrega. En consecuencia, el tribunal ha estimado que los delitos no son equivalentes, como exige la Decisión Marco de 2002 que regula la euroorden, no que el delito no existiera en España de acuerdo con la legislación española.
Tampoco valida el Tribunal los argumentos de Puigdemont respecto a la comisión de “persecución política” en España, dejando así al descubierto la falsedad de la afirmación —que éste volvió a repetir a la salida de la prisión— sobre la existencia de presos políticos en España. No hay por tanto sustento en los intentos de Puigdemont y los suyos de autoabsolverse valiéndose del pronunciamiento del tribunal alemán, ni tampoco queda expedita la vía para un retorno de Puigdemont a la Presidencia de la Generalitat.
Es cierto que la causa en Tribunal Supremo queda en una posición difícil, pero no imposible, pues el juez Llarena tiene ante sí varias vías de actuación, incluyendo el planteamiento de una cuestión prejudicial ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea que permita verificar si los jueces alemanes han aplicado correctamente el mecanismo de la euroorden.
Pero más allá del curso judicial que siga el proceso, ni Puigdemont ni los independentistas van a lograr cambiar los hechos que caracterizan su gravísimo proceder, su deslealtad a la democracia, a la Constitución española, a las instituciones del autogobierno catalán y, en definitiva, a los ciudadanos de este país, cuyos derechos políticos han lesionado de forma deliberada en su empeño de promover un proceso de secesión ilegal y de ruptura de nuestro país.
Esos hechos son claros y están a la vista de todos. Incluyeron derogar la Constitución y el Estatut; elevar unas leyes sediciosas votadas por medio Parlament a sustitutos de esas normas supremas; y hacerlo desobedeciendo a los tribunales y sin la concurrencia de mayoría cualificada, y por métodos que privaron a la oposición (que representa a más de la mitad de los catalanes) de sus funciones representativas y de control. Todo ello constituyó un golpe de Estado que no solo merece condena política sino reprobación judicial aunque corresponda a los tribunales establecer los tipos de aplicación concretos.
La democracia española ha estado en peligro. Por fortuna, su Estado de derecho funciona
Independientemente de su calificación judicial, el procés tuvo un carácter violento: hubo usos indebidos y exorbitantes de la fuerza: hubo obstrucción física de la Justicia; destrucción de vehículos policiales; ocupación ilegal de carreteras; obstaculización de vías férreas con peligro para la integridad de los propios actuantes; intimidaciones y escraches contra personas, partidos y asociaciones considerados rivales o enemigos; violencia sobre objetos callejeros; y actuaciones del Govern y de la policía autonómica tendentes a facilitar algunos de esos abusos. Y sobre todo, fue un proceso presidido por la coacción, pues se violó la ley de forma sistemática para intentar imponer a la ciudadanía, desde la calle y desde las instituciones, una secesión unilateral, ilegal y obligatoria.
El secesionismo catalán pretendió situar al Estado ante el dilema de desbordar al Estado y forzarle a allanarse ante una independencia impuesta de forma ilegal; o bien emprender una actuación extrema cuyos perfiles sirviesen para autoinflingirse descrédito y un alto coste reputacional. Como carecía del apoyo de la mayoría social, el movimiento independentista pretendió imponerse por la vía de los hechos consumados. Una vía que, pese a algunas autocríticas, todavía no ha desechado de forma clara ni rotunda.
Ni el tribunal alemán ni la propaganda independentista pueden cambiar esos hechos, que son ya parte de la historia de los españoles y su lucha por mantener la democracia. La democracia española ha sido sometida a una dura prueba y ha estado en grave peligro. Pero su Estado de derecho y sus instituciones judiciales funcionan.