El Correo-ANTONIO RIVERA

La tentación progresista volverá a hacer tabla rasa, pensar como que no están los de enfrente, negar que son los que suman. Pero es el terreno real de juego, donde se eligen aliados y enemigos

Gusta pensar en el progresismo que enfrente todo el monte es orégano, que las derechas son todas una sola y que en cuanto una crisis deja a la vista su fondo real son profundamente reaccionarias; el más aventado dirá fascistas. Es una manera de explicar que no salgan las cuentas lógicas. El progresismo nació con la convicción de su superioridad moral y no entiende que el reaccionario le venza convenciendo a más ciudadanos que él. De modo que una explicación fácil es que no hay derechas sino derecha, y que esta siempre va unida frente a la tendencia a la dispersión de las izquierdas (estas sí, plurales). Así, su éxito no devendría de su naturaleza mejor, sino de la división de lo que tiene enfrente. También, su capacidad para engatusar al pueblo tendría que ver con su camaleonismo, que oculta su naturaleza pétrea y se disfraza de tolerante de la democracia mientras nada afecte a la continuidad de su poder esencial. Aquello de que un fascista es un liberal asustado, que enseñaban en las células de formación progresista.

A cambio, en el campo conservador se piensa igual. Todos los progresistas serían unos emboscados comunistas que aparentan estrategias diversas, pero cuyo objetivo coincide: hacerse con el poder y desde ahí controlar las conciencias individuales. Para Hayek, padre del liberalismo económico extremo, cualquier intervención estatal –respondiendo a su competidor entonces de moda, Keynes– era preludio de un «camino de servidumbre» que llevaba a la distopía narrada por Orwell en ‘1984’. Hoy le dejas al Estado establecer el libro escolar de matemáticas y mañana tienes el Gulag a las puertas de casa.

En realidad, siendo populares una y otra tesis, ambas son falsas. El mundo no se divide en dos tipos de personas: los que piensan que el mundo se divide en dos tipos de personas y los que no. La mayoría pensamos que desde hace un par de siglos, desde la Modernidad, lo atractivo y complejo de nuestro mundo radica en que hay tantas maneras de pensar como individuos. Pero eso también es un argumento de difícil manejo.

La negociación entre las derechas en Andalucía ha descubierto su realidad plural, que en España se ocultaba desde que Aznar refundó a los populares y unificó durante años el espectro conservador. Lo mismo que se aprecia desde hace un tiempo en Europa (o en las Américas) lo vemos ahora aquí. Ahí radica la similitud, con sus mismos riesgos y sus mismas tranquilizadoras constantes. Porque las derechas nacieron cuando surgieron las izquierdas, no al revés. Cuando empezó a popularizarse (y a tomar algún poder) una filosofía que propugnaba que la realidad es el resultado de la acción (o inacción) del ser humano y no de la rutinaria naturaleza, algunos decidieron enfrentarse a ella. En ese enfrentamiento histórico, los conservadores se distinguieron pronto de los reaccionarios, más en la estrategia (formas) que en las ideas (fondo), es cierto. Los primeros fueron asumiendo que «las luces del siglo (entonces el XIX) eran invencibles» y que la cosa consistía en domeñar su impulso para que lejos de su mano no resultaran disolventes. Los segundos pusieron pie en pared y enfrentaron por todos los medios las ambiciones alucinadas de los revolucionarios. Edmund Burke, liberal conservador perspicaz e inteligentísimo, lo vio claro al señalar que la Revolución Francesa ponía a aquellos fuera de la civilización y que, por tanto, su combate no debía tener límite sino aspirar a extirpar de raíz sus ideas y su poder. Al contrario, Gentz, mano derecha de Metternich en aquel congreso restaurador de Viena (1814), advirtió que hacer como que aquella conmoción no había tenido lugar era algo imposible y que bastaba con reponer a los soberanos en sus tronos a sabiendas de que su estabilidad no sería ya la de antaño. Lo que siglo y medio después se llamó «pensamiento lampedusiano»: cambiarlo todo para que todo siga igual, acababa de ser inventado. Las derechas para entonces ya eran tales, diversas, y en países como el nuestro se asesinaron en guerras civiles decimonónicas; las izquierdas lo harían también.

El cuerpo doctrinario es compartido por individuos de convicciones diferenciadas. La ideología conservadora es la misma para todos: tradición antes que innovación, sociedad mejor que Estado, organicismo y no mecanicismo, individuo libre viviendo en comunidad frente a ingeniería social, antropología pesimista contra buenismo, solidaridad grupal frente a cosmopolitismo, cualquier concreción antes que lo abstracto, naturaleza por encima de la cultura, Dios otra vez por delante del hombre. ¿Qué supone eso en este momento del siglo (XXI)? ¿Qué en cada rincón del planeta? ¿Cuáles son los demonios del tiempo que hay que enfrentar? ¿Cuáles las posibles respuestas? Eso es lo que divide de nuevo a reaccionarios de conservadores: la aplicación al espacio real de las ideas comunes. Pero eso mismo es lo que puede hacer que estos últimos vayan de la mano de los progresistas si la ambición desmedida por volver al pasado de los primeros les resulta inaceptable o pone en peligro su realidad presente. En esas mismas volvemos a estar. En esta ocasión la naturaleza del contrario les ha animado a confluir. Por su parte, la tentación progresista volverá a hacer tabla rasa, pensar como que no están los de enfrente, negar que son los que suman. Pero es el terreno real de juego, donde se eligen aliados y enemigos.