Ignacio Camacho-ABC

  • Este Sánchez descompuesto es el retrato de un ciclo putrefacto cuya prolongación conduce a un descalabro democrático

Si su entorno no le tuviese tanto miedo, alguien de confianza debería decirle a Sánchez que ya que no piensa hacer lo correcto, es decir, convocar elecciones y dejar que decida el pueblo, lo que más le convendría en esta situación tan delicada es un perfil discreto. Que ese intento de contraataque con el que pretende eludir sus graves responsabilidades sólo está sirviendo para que los españoles, también muchos de sus simpatizantes, vean a un líder descompuesto, fuera de control, presa de una patente crisis de nervios. Que esa forma de anteponerse a sí mismo –Ignacio Varela le ha contado las veces que dijo el lunes la palabra «yo»: treinta– no retrata a un gobernante traicionado por colaboradores deshonestos sino a un prófugo de la realidad que busca una vía de escape personal por cualquier medio. Que por mucho que se haya acostumbrado a mentir sin remordimientos, siempre llega un momento en que resulta imposible engañar a todo el mundo durante todo el tiempo.

Porque esta vez nadie lo cree, ni siquiera los suyos, aunque se muestren sumisos mientras en voz baja se dicen unos a otros que el jefe los arrastra al abismo y que en su suicidio político se va a llevar por delante al partido. Existe la generalizada convicción, dentro y fuera del PSOE, de que el escándalo de corrupción va a ir a mayores con nuevos indicios susceptibles de destruir el débil argumentario exculpatorio que el presidente y su círculo han construido. Siempre ocurre igual: a medida que la justicia estrecha el cerco, los imputados se dejan llevar por su instinto autodefensivo y las promesas de lealtad y silencio acaban empujadas al olvido. Y en todo caso, el vínculo con el trío del Peugeot ha sido demasiado largo y demasiado íntimo para hacer verosímil ese estupor fingido del hombre que no conocía la patibularia –y prostibularia– catadura moral de sus amigos. Cuarenta mil kilómetros no se recorren hablando de enigmas metafísicos.

Quizás el recurso al espantajo de la derecha, el único que le queda ya a mano, pueda atenuar algunos estragos, al menos a medio plazo, y desde luego funciona ante los socios parlamentarios como mecanismo disuasorio de la eventual tentación de acortar la agonía de este mandato. Está por ver, sin embargo, que siga siendo eficaz para mantener la cohesión de unos votantes que ya salvaron un ‘match ball’ de puro milagro y a quienes ahora se les pide la degradación de ignorar la evidencia vomitiva de un saqueo sistemático. No cabe descartar que así suceda, pero tampoco que la estrategia de polarización haya empezado a provocar cansancio entre sus propios destinatarios. Y la estampa de un dirigente desquiciado, maquillado como un actor de tercera, ensimismado hasta la parodia –«no he comido»– en un delirio persecutorio intragable, es el símbolo de un ciclo putrefacto cuya prolongación artificial sólo puede conducir a un descalabro democrático.