EL CORREO 23/06/14
MANUEL MONTERO
· O soberanismo o autonomismo: no existe una vía intermedia del tipo ‘derecho a decidir’
En la lengua de los nuevos tiempos se llama ‘profundización del autogobierno’ a los eventuales cambios en la autonomía vasca. También se le dice ‘actualización del autogobierno’ para desarrollar la voluntad del pueblo vasco. Como los catalanes han cogido tanta delantera, no importa que sólo el 3% considere que un ‘nuevo estatus político’ se encuentre entre las tres prioridades del País Vasco (ganan la lucha contra el desempleo, 78%, y la gestión de la crisis económica, 31%): no podemos quedarnos atrás. Por si acaso hay que ir preparando el ‘nuevo estatus’, neologismo cuyo contenido no se ha precisado. La novedad sugiere un autogobierno que vaya por una vía distinta a la del Estatuto de Autonomía.
El Estatuto de Gernika es un texto desgraciado. La autonomía fue la gran ambición durante décadas y uno de los principales logros colectivos de los vascos, pero sus mentores no cesan de mostrar su desapego al Estatuto. Resulta difícil encontrar un caso parecido en el que los políticos menosprecien su gran éxito histórico.
El Estatuto entró en vigor en 1980 y ha proporcionado al País Vasco un largo periodo de convivencia democrática: más de 34 años. En 1997, hace 17 años, la mitad de este tiempo, se proclamó que «el Estatuto ha muerto», una frase que hizo fortuna y que sigue impregnando las sensaciones nacionalistas.
Así que el Estatuto lleva 17 años oficiosamente muerto, la mitad de su vida, pero lo sorprendente es que goza de buena salud, no es un zombi político, pese a la desafección de sus gestores. Puede apreciarse desde distintos puntos de vista. Primero, las adhesiones sociales al régimen autonómico han ido creciendo con el tiempo. Las encuestas muestran que ha sido el lugar de encuentro, el sitio que crece y que no mengua. Además, permitió en su momento salvar la aguda crisis económica que se produjo con la desindustrialización y ha logrado invertir la tendencia histórica que reducía la presencia de la cultura específicamente vasca.
El Estatuto ha permitido dos alternancias de gobierno sin que se hayan producido convulsiones. Hasta la fecha han participado en tareas del Gobierno o la han apoyado siete partidos distintos (PNV, EA, IU, PSE. EE, PP, UPyD), casi todos los que se han sentado alguna vez en el Parlamento, excepción hecha de Bildu y sus antecesores. No parece que en términos de la política real el Estatuto de Autonomía tenga particulares cuestionamientos.
Lo más importante: durante el periodo de vigencia del Estatuto se ha producido el mayor ataque violento a la democracia, de manos del terrorismo, y este ha sido derrotado, aunque quede la anhelada desaparición de ETA. No se trata aquí de las razones concretas de su liquidación. Lo importante: ha sido con este Estatuto y con esta autonomía en la que el País Vasco se ha librado del azote del terror.
La historia del estatuto de Autonomía del País Vasco es, efectivamente, la historia de un éxito. Por eso sorprenden las reticencias que una y otra vez se vierten sobre el Estatuto. En una sociedad crispada y tensa, con momentos durísimos y muy conflictivos, ha demostrado su madurez: ha vencido al acoso terrorista, ha resistido los ataques de la minoría violenta, ha servido para alternancias de poder y para el gobierno de toda la parte democrática del arco de partidos, ha posibilitado la prosperidad tras la aguda quiebra del modelo económico histórico. Ha logrado una cohesión social y cultural sin precedentes, seguramente en mayor grado que lo que se esperaba.
Al recelar del Estatuto de Autonomía el nacionalismo reniega de la que puede considerarse su mayor aportación histórica, pues ha sido el movimiento hegemónico y el que por lo común la ha dirigido.
Ahora avanza la idea de la ‘actualización del autogobierno’, de un ‘nuevo estatus’. La expresión sugiere una tercera vía, basada en el ‘derecho a decidir’. No hay tal. En realidad, en el autogobierno vasco hay dos caminos posibles y sólo dos caminos: o el mantenimiento de la vía estatutaria o la ruptura con ella, a favor de opciones soberanistas. Son contradictorias entre sí. Lo que está en juego no son las formas de llamar a las cosas (derecho a decidir, derechos irrenunciables del pueblo vasco, derechos históricos) sino la elección entre autonomía o soberanía. Esa es la cuestión, le demos el nombre que le demos.
Una de las paradojas de los sucesivos intentos soberanistas de trastocar el Estatuto de Autonomía es la idea que haya que cambiar lo que funciona. Extraña sobre todo en un país tan complejo como el País Vasco, en el que los equilibrios territoriales, sociales y culturales son tan delicados. De otro lado, la vía del pacto entre diferentes –en eso consistió el Estatuto– ha demostrado su eficacia y posibilitado la convivencia democrática. El modelo alternativo es el de que de pactos en función de convicciones identitarias, contra la parte de la sociedad que no las comparte. ¿Podría funcionar un autogobierno forjado por el nacionalismo contra el criterio de los no nacionalistas?
La incongruencia de que una parte se salte el pacto autonomista realizado hace treinta y cinco años, entre el nacionalismo moderado y los no nacionalistas, se quiere salvar sugiriendo la vía intermedia del ‘derecho a decidir’, pero no hay tal. O soberanismo o autonomismo: no existe una vía intermedia del tipo ‘derecho a decidir’. Es un eufemismo de autodeterminación, que suele aplicarse a ‘pueblo vasco’ abstracto, un concepto que no se suele definir y que, con sus resonancias identitarias, suele quedar por encima de los derechos de los ciudadanos.