Rebeca Argudo-ABC
- Tan progres para lo de los demás, tan conservadores para lo suyo
Los que vivimos en pueblos pequeños (con «pequeños» quiero decir «muy pequeños») hemos visto cosas que ustedes no creerían: hemos visto a gente quejarse porque el gallo canta muy temprano, parejas romperse porque venían buscando tranquilidad (pero no tanta), modernos montando festivales de loquesea que duran dos veranos (lo que les dura el entusiasmo). Hemos visto llegar a críos pequeños vestidos como amish de la mismísima Pensilvania, supongo que porque sus padres debieron pensar que en los pueblos vestimos así y que se integren. A políticos, que jamás han estado en un pueblo chiquito, ofreciendo desde una gran ciudad soluciones a problemas que no tenemos e ignorando los que sí. Y hemos visto a gente que se fue para cumplir sus sueños y que, cuando vuelven de visita, quieren que todo siga igual.
Porque les gusta lo que dejaron, pero no tanto como para quedarse. Y quieren que los que se quedaron respondan a sus expectativas nostálgicas y sean custodios diligentes de sus mejores recuerdos. No quieren, por ejemplo, que lo que era la panadería sea ahora un coqueto hotel boutique. Les hace pupita en el corazón porque son muy sensibles, pero les da un poco igual que tuviese que cerrar porque era inviable hacer pan tradicional para cien habitantes y pretender pagar las facturas al mismo tiempo. Les da igual que el cierre, quizá, se debiese a que el hijo del panadero también tenía sus propios sueños y optó por largarse a la ciudad (como ellos), en lugar de hacerse cargo del negocio familiar. Y al padre, ya jubilado, le salía más a cuenta alquilar el edificio, o venderlo, y disfrutar del tiempo como no lo hizo en toda su vida, una de sacrificio y trabajo duro. Les fastidia enormemente que hayan abierto una cafetería moderna donde estaba el bar de toda la vida, una exactamente igual que esa a la que va todos los días en su ciudad de residencia (y allí le parece muy bien). Y que las señoras mayores ya no salgan a la fresca, ni los niños jueguen en la calle al sambori, ni los parroquianos jueguen al truc en el bar (que ahora es una jodida cafetería cuqui).
Porque ellos han venido aquí a respirar tradición e historia y alguien, todos nosotros, con ese egoísta afán de supervivencia tan deleznable, se lo estamos rapiñando. Y, encima, hay turistas por todas partes. Turistas calle arriba, turistas calle abajo, turistas en el hotel boutique, turistas en la cafetería cuqui, y hasta en la plaza del pueblo. Turistas que venían en el mismo avión que ellos, con las mismas maletas y las mismas camisetas, buscando un pueblo pintoresco como quien va a un parque temático, alojándose en un airbnb (como ellos) y volviendo en el mismo avión, después de haber hecho lo mismo. «Malditos turistas que todo lo destrozan», teclean en redes nada más aterrizar, bajo una foto posando en la plaza, quejándose de que apenas han visto un oriundo o dos. Y respiran satisfechos al trigésimoctavo ‘like’ recibido (uno es de Samantha Hudson). Tan progres para lo de los demás, tan conservadores para lo suyo.