Antonio Elorza-El Correo

  • Una suerte de muro invisible impide trazar una divisoria clara entre socialismo democrático y montajes como el que nos vino importado desde el chavismo

En buena parte del siglo XX, la gran ilusión del comunismo soviético atrajo no solo a organizaciones obreras, sino a tantos intelectuales que durante su vida siguieron fieles a una mentalidad liberal. (Por razones personales, tengo en la mente a Pierre Vilar y a sus/mis amigos Carmen Caamaño y Ricardo Fuente). Fue una actitud reforzada desde los años 30 por el fracaso de la socialdemocracia para frenar a los fascismos y por el papel jugado por la URSS en la derrota de Hitler. La posterior acumulación de pruebas sobre la naturaleza terrorista del estalinismo, más las invasiones de Hungría y Checoslovaquia, disiparon esa cortina de humo, pero sin que desapareciera en la izquierda la imagen de que la Revolución de Octubre se encontraba en el lado positivo de la historia.

Más aún cuando Cuba sustituyó a la URSS como punto de referencia y Vietnam se convirtió en el espejo de la maldad de Estados Unidos, con el eficaz apoyo de la política exterior de Nixon a Kissinger. Incluso cuando fue notorio el fracaso del experimento castrista, se acudió a la circunstancia eximente de que el culpable era el bloqueo de EE UU. El desastre de la Revolución cultural china y el genocidio de los jemeres rojos en Camboya fueron pasados por alto. En suma, no se creía ya en el paraíso, como en los años 30, pero sí en que los nuevos infiernos en proceso de construcción eran merecedores de apoyo por inscribirse en la causa del progreso contra el Mal, el capitalismo y Occidente, personificados en Estados Unidos. Un equívoco que ha tenido larga vida.

Lenin criticó el izquierdismo como enfermedad infantil del comunismo. Ahora sería preciso hablar del izquierdismo como enfermedad senil del comunismo -ahí está el marxismo-leninismo del PCE actual- y, sobre todo, de quienes confunden la política reformadora contra la desigualdad y por la justicia social con un cajón de sastre que bajo la etiqueta ‘progresista’ sirve de aval a dictaduras aberrantes, tales como las de Ortega y Maduro. Merecedoras del calificativo de fascismo rojo. Vemos así cómo el Gobierno español, fiel a esa forma de ‘progresismo’, no ha seguido la senda marcada inicialmente contra el fraude de Maduro por los gobiernos de la izquierda latinoamericana (Chile, Colombia, Brasil).

Eso sí, buenas palabras, pero sin iniciativa alguna, esperando que Maduro deje de ser Maduro, sin denunciar la trayectoria seguida por el expresidente Zapatero al lado del dictador. La conclusión es obvia. Parece existir un muro invisible que impide trazar una divisoria clara entre izquierda e izquierdismo, entre socialismo democrático y montajes como el ‘socialismo del siglo XXI’ que nos vino importado desde el chavismo, con su doble carga de política antisistema y oportunismo para la promoción de sus líderes.

El precio a pagar es doble. De un lado, la izquierda olvida la exigencia de mantener un compromiso irrenunciable con la democracia, debilitando su credibilidad en un momento histórico caracterizado precisamente por el ascenso de políticas y liderazgos antidemocráticos y/o neofascistas. De otro, experimentando una contaminación, demasiado visible en el caso español a partir del flechazo político entre Chávez y Monedero. Los futuros líderes de Podemos eran izquierdistas en busca de autor y el chavismo les proporcionaba un disfraz sugerente, que llamarán ‘socialismo del siglo XXI’, un feliz acomodo y un modo de afirmarse en el poder mediante «la lucha tailandesa», explicó Pablo Iglesias para «disputar la democracia»; es decir, buscando el aplastamiento de una oposición no criticada sino satanizada, de modo que esta nunca recupere el poder. El muro. Revolución, aquí ‘progresismo’ frente a reacción, derecha. La sociedad partida en dos.

Chávez murió a tiempo de que sus discípulos no pagaran por el fracaso estruendoso de su política, Con la debida adaptación a las demandas sociales del 15-M, su legado sobrevivirá con éxito.

Desde la crisis del covid y hasta hoy, la receta del maniqueísmo será aplicada por Pedro Sánchez, asumiendo el patrón chavista de Iglesias. Sin el sesgo trágico de Venezuela ni la zafiedad brutal de Maduro, la degradación del ‘progresismo’ nos alcanza de lleno, con un presidente que mediante su «plan de regeneración» intentará consumar su dominio sobre la división de poderes y la primacía absoluta de la información estatal. Fuera ‘bulos’: fuera críticos radicales. Los de Podemos pretendían inyectar en España el virus ‘revolucionario’ latinoamericano, tomado de la cepa chavista, y lo han logrado. El contagio también existe en política.

Menos mal que el progreso real también existe. Por fin en Euskadi, después de casi treinta años de lucha, las mujeres de Hondarribia han recibido del nuevo Ayuntamiento progresista el título de «compañía» como los hombres, para figurar en el Alarde local, aunque seguirán desfilando aparte. Tal vez mejor que seguir con el lema ‘de siempre’, vueltos al pasado: ‘Atzera beti, beti atzera’. Un gramo de progreso. Aurrera.