Claro José Fernández, ABC, 20/7/2011
Desde el patriotismo más inaplazable, el de la mera supervivencia como comunidad política, no podemos continuar en este arbitrario compás de espera, que nos condena a dejar de ser lo que somos. O, ¿es eso lo que pretenden los astutos feriantes de esta hora?.
SE acabó la comedia. Pronto, despejen el escenario. Se va a presentar una obra nueva, con sus propios decorados, sus luces y sus efectos especiales. Otro director, con un elenco de nuevos actores, aguarda su turno. Pronto, entreguen los camerinos, que el estreno no espera. El público, que conoce o presume el argumento, ha agotado anticipadamente las localidades. Los espectadores, jueces de la representación, mantienen una actitud de cautelosa imparcialidad.
La imparcialidad es siempre exigible a quien se sitúa, por su propia circunstancia, «a la orilla del río de los sucesos». Así se titula una jugosa antología de los artículos que Salvador de Madariaga publicó en la revista Destino, en el tránsito de los últimos años sesenta a los primeros setenta del pasado siglo.
Pero imparcialidad no equivale a silencio o a abstención cínica ante una obra que interpela a toda conciencia responsable. Así, el gran liberal europeo nos describe su estado de ánimo con palabras que matizan irónicamente la conducta que de él se espera: «Los sucesos fluyen como las múltiples corrientes que en el cauce del río se van mezclando; y el cronista lo mira todo desde la orilla. Pero aun condenado a la orilla…». La realidad, obligadamente, mitiga la condena. Estar en el margen no equivale a permanecer indiferente en la distancia. Porque, aun desde la ribera, o desde el patio de butacas, si unimos ambas metáforas, es imposible cerrar los ojos a la vida misma o al argumento que, con mejor o peor fortuna, fluye como un río y, a la vista del mar irremediable, se consuma.
España es hoy, ante nuestra atónita mirada, un drama improvisado que, como un río, discurre con rumbo inesperado e incierto. Un río menguado en azarosas escorrentías, que clama por encontrar un azud que canalice su difícil curso, un proyecto que consolide y mejore la obra de la naturaleza y de los hombres a través de los siglos. A la manera de los seis personajes de Pirandello, muchos andamos desasosegados, en busca de una trama que responda a la ambición de situar a España a la altura de su historia; sin exclusiones ni maniqueísmos estériles. Porque este río no acaba ni se reduce, como pretende el más necio arbitrismo, a su recorrido último. Podrá fundirse en el mar, pero nadie conseguirá cegar los limpios manantiales de su origen. Por eso, no podemos seguir viendo, con la inhibición de espectadores mudos, cómo el agua y la palabra de todos se enturbia y se pierde en filtraciones interesadas, o se desborda por la incapacidad de acoger caudales nuevos que juntan afluentes y acentos jóvenes y vigorosos.
Desde el patriotismo más inaplazable, el de la mera supervivencia como comunidad política, no podemos continuar en este arbitrario compás de espera, que nos condena a dejar de ser lo que somos. O, ¿es eso lo que pretenden los astutos feriantes de esta hora? Porque, aun cuando la espera pueda venir impuesta por los tiempos de la partitura, valga la evocación musical, ya sólo cabe el presto, rápido, pronto inaplazable, rotundo y concertado. Aunque tal vez nos tengamos que conformar, como se anuncia con realismo en una sonata para piano de Schumann, con «lo más rápido posible».
Desde la orilla, volviendo a Madariaga, el cronista, que se siente desbordado por la gravedad de lo que pasa, desearía «que no le saquen a uno de la silla —y menos aún, de sus casillas—». Pero es consciente de que queda poco margen para mantener la serenidad frente a la corriente de la tragedia que, sin todavía darnos cuenta, nos arrastra. Serenidad que en algunos es fruto de la vieja ensoñación cartesiana que sigue creyendo en la inmutabilidad fatal de los procesos naturales. Otros, quizás, han confundido inconscientemente serenidad con claudicación resignada, e ignoran que toda rendición acaba en pánico y en desconcierto.
Ante la gravedad del riesgo, al menos no cerremos los ojos y sigamos engañándonos unos a otros. La realidad convulsa que transcurre hoy por el escenario de España ha venido a perturbar, qué le vamos a hacer, nuestro tiempo vital. Para no perder el que nos quede, no cabe más que alertar e invitar al público expectante a «levantarse y moverse», como apuntaría nuestro humanista, gallego y universal, en la obra referida. La indignación, que hoy prende en movimientos marginales, que rechazan la representación misma, no se agota en ellos. La plaza virtual de la Red tiene también otros visitantes. Unos y otros repudian tanto los conciliábulos políticos, en donde abundan los expertos en gestos radicales o en tácticas dilatorias, como los escenarios convencionales, que ya sólo convocan a espectadores ociosos. Hay una mayoría creciente de españoles que exige soluciones responsables y denuncia toda improvisación sectaria o demagógica, venga de donde venga. Son ciudadanos dispuestos a enfrentarse a quienes pueden provocar, desde la incompetencia, la cobardía o la traición, un desbordamiento del río en el que, como diría Heráclito, todo pasa y todo cambia, sin que acabemos de darnos cuenta.
Pronto. Costará mucho esfuerzo recuperar el tiempo perdido en estos años de improvisación e incuria. Pero la voluntad de ser, de seguir siendo, contribuirá a que en la conciencia nacional, aletargada pero viva, suceda un milagro o, como decía De Gaulle en la liberación de París, aquel mágico 19 de agosto de 1944, «uno de esos gestos de Francia que, a veces, a lo largo de los siglos, vienen a iluminar nuestra historia». También España necesita hoy una luz serena que, sin deslumbramientos que sorprendan, nos descubra el rostro de quienes, con su esfuerzo, han convertido en realidad la incertidumbre.
Esa realidad, sus ciudadanos y sus instituciones democráticas, esperan y merecen recuperar el pulso y la ilusión, recorriendo un camino alumbrado por lo mejor de todos, que nos lleve a encontrar una verdadera salida al callejón en que estamos. Un camino abierto a la convivencia y al reconocimiento justo de nuestra diversidad, pero cerrado a todo enfrentamiento inducido por quienes disimulan sus intereses espurios con la manipulación más sectaria y la insidia más miserable.
Pronto. Salus populi. Sobran, y aún estorban, otras razones, salvo una. Los españoles todos, los que compartimos la aventura de vivir en estas lindes de espacio y de sistema, tenemos el derecho y el deber de ser, juntos y hasta donde se pueda, felices. Pero la felicidad requiere ya otras caras y otras voces, que nos ayuden a reencontrarnos y a seguir caminando.