Miquel Escudero-El Imparcial

Miércoles 08 de septiembre de 202120:42h

En la terapia de grupos se cuenta con el beneficio que puede ocasionar un comportamiento imitativo entre los participantes. Claro está que siempre que genere esperanza y asuma responsabilidad. La presencia imparcial del terapeuta es básica para promover un respeto incondicional entre los reunidos, alentar la mejora de sus habilidades sociales y orientar hacia mejores enfoques de la realidad. No me refiero tanto a grupos que tratan el impacto de enfermedades crónicas, trastornos de personalidad o depresiones, como a grupos que abordan otras clases de dificultades personales. Importa conseguir un grupo que facilite que cada cual comparta con los demás su propio mundo interior y sea aceptado por todos; un grupo, pues, capaz de brindar apoyo seguro y visualizar imágenes objetivas de su comportamiento, así como del impacto que éste produce alrededor.

El desarrollo de estas funciones encierra un considerable potencial para mejorar la situación de cada integrante del grupo, y desactivar incluso el descontrol de posibles conflictos cuando la ira y la hostilidad se desatan. Pero también comprender los inconscientes motivos de nuestros gestos y acciones, destapando asociaciones de las que no tenemos ni idea.

Los psiquiatras Sophia Vinogradov e Irvin D. Yalom han escrito que: “Una experiencia de grupo se parece a un autoservicio terapéutico en el sentido de que hay disponibles muchos mecanismos distintos de cambio, y cada paciente individual ‘elige’ aquellos factores particulares que se adecuan mejor a sus necesidades y problemas”.

La lectura de un puñado de cartas de Marcel Proust (nacido hace ahora siglo y medio) me ha dado que pensar en una singular terapia de dúo, una terapia no convencional y sin árbitro. La editorial Elba acaba de publicar ‘Cartas a su vecina’, un ramillete de veintitantas cartas que el autor de la memorable obra ‘En busca del tiempo perdido’ (siete volúmenes que no pudo ver todos publicados y que aparecieron entre 1913 y 1927) dirigió a Marie Williams, esposa de un dentista y vecina suya en el número 102 del boulevard Hausmann de París. No se conservan las respuestas que, sin duda, recibió Proust. De este modo, nos vemos obligados a imaginar esa relación epistolar exclusivamente a partir de los escritos de Proust, redactados entre 1908 y 1915; una evocación de carácter cinematográfico.

Sorprende esta clase de correspondencia entre inquilinos de un mismo edificio (las cartas, además, eran enviadas a Correos), donde hay una clara seducción desprovista de carga erótica o, más bien, de deseo sexual; un galanteo que no puede pasar a mayores. Proust comienza diciéndole que ella le hace sentir ‘un tan grande deseo’. Pero el asunto principal es el ruido. No hablemos de vecinos molestos, sino de vecinos encantadores. Lo que hace Proust es solicitar que los horarios de reparaciones se puedan adaptar a los suyos, para que no coincidan y no le perturbe. En una de las tres cartas que le envió al dentista, le dice: “Cuento con que me haga saber sin falta cuánto le debo por los gastos que le ocasiono con los cambios de los horarios de trabajo de sus operarios”. Pero a quien llega a aprecias y a dirigirse con una intimidad cada vez mayor es a la vecina Marie, mujer culta, frágil y refinada, intérprete de arpa y lectora suya. Son dos seres solitarios que se respetan y se prestan mutuo apoyo. Parece ser que sólo se encontraron en dos ocasiones Con un lenguaje delicado y florido, Proust le pide que tenga a bien aceptar sus respetuosas expresiones de gratitud por la hermosa carta de artista con la que le ha hecho el honor de escribirle. “Cuando se tiene imaginación como usted, se poseen todos los paisajes que se han amado, y ellos son el tesoro embelesador del corazón”. Los cumplidos llegan hasta ensalzar las cartas de Marie como deliciosas, por su ingenio, estilo y talento.

Pero el detonador de los mensajes fue su enojo por los ruidos que perturbaban su sueño y su trabajo. Siempre he pensado, le dice, que el ruido sería soportable si fuese continuo. Y de manera explícita, impregnada de buen humor, de forma sabia y prudente: “Es probable que cuando esta cuadrilla filarmónica se haya dispersado, el silencio suene en mis oídos tan antinatural que, lamentando la desaparición de los electricistas y la marcha del tapicero, añoraré mi canción de cuna”. Más moscas se cogen con una gota de miel que con un panal de hiel.

“Ayer me encontraba sumido en el más profundo dolor”, le escribe en 1915, con motivo de la guerra. Pero vuelve a remarcar cierto fastidio por el ruido: “hacia las siete y media de ayer, y hoy hacia las ocho”. “¿Puedo pedirle clemencia para mañana?”.

Proust eligió practicar el estímulo contagioso de la cortesía y la deferencia para lograr lo mejor posible. No siempre prende.