MIKEL BUESA-LA RAZÓN
- Al peso de los nacionalismos se ha agregado el de los provincianismos, dando lugar a una excesiva división del electorado y de su representación
La función principal del sistema electoral es la de proporcionar mayorías viables susceptibles de articular una gobernación relativamente estable durante la legislatura correspondiente. Pero no es esto lo que tenemos en España desde mediados de la década pasada, precisamente porque al peso de los nacionalismos se ha agregado el de los provincianismos, dando lugar a una excesiva división del electorado y de su representación. Y si a eso se une una cultura política sustentada sobre una polarización que dificulta enormemente la formación de consensos, entonces la inestabilidad se convierte en la nota dominante en el ejercicio del gobierno.
En estas circunstancias, nuestros responsables políticos debieran abordar cambios en el sistema electoral que permitan corregir esa deriva fragmentadora. No es tarea fácil porque, más allá de los desacuerdos habituales entre los partidos, la Constitución constriñe sus posibilidades. Pero ello no quita para que pudieran establecerse modificaciones en dos ámbitos. El primero, haciendo más proporcional el reparto de escaños por circunscripciones y elevando la proporción mínima de los votos necesarios para obtener representación. Y el segundo, generalizando el sistema de elección presidencial que tiene establecido el País Vasco, de acuerdo con el cual puede haber varios candidatos simultáneamente y los diputados electores sólo pueden votar en favor de uno de ellos o abstenerse –con lo que se elimina la posibilidad de bloqueo y, consecuentemente, de repetición de las elecciones–. Cambios como estos, aunque no eliminen totalmente la fragmentación, pueden contribuir a dar más estabilidad a la gobernación. El país lo agradecerá.