Ignacio Camacho-ABC
- El futuro de Feijóo depende de su jerarquía política para situar el proyecto de país por encima de sus baronías
En el cargo de jefe de la oposición se manda muy poco. Menos que en el Ministerio de Cultura, que apenas si tiene competencias sobre unos cuantos museos. En política el poder reside en la administración de recursos, y ese resorte lo manejan los gobiernos. Un presidente autonómico, incluso uno de diputación provincial, administra muchísimo dinero y dispone de capacidad de nombrar gente y repartir empleos, lo que le otorga enorme influencia en el partido, en la sociedad y en los medios. Feijóo no tiene nada de eso. Su autoridad se limita a los grupos parlamentarios del Senado y el Congreso y a la sede de la calle Génova, pero ni siquiera el edificio entero porque una planta es del PP madrileño, sobre el que Ayuso ejerce un control férreo. En realidad, su grado de ascendencia depende de los barones territoriales que lo cooptaron para el puesto.
Así las cosas, y con Sánchez tratando de abrir brecha en la cohesión del adversario, a cuyos virreyes regionales ofrece financiación bilateral y quitas de deuda para compensar el agravio que el pacto fiscal catalán ha planteado, el dirigente popular se halla ante una decisiva prueba de liderazgo. Sus opciones de futuro dependen de que sea capaz de hacer valer su intangible rango jerárquico y de poner el proyecto de país por encima de intereses taifales de corto plazo. La experiencia de los acuerdos con Vox, que le costaron la Moncloa porque perdió la iniciativa de los tiempos o se la madrugaron, debería servirle de algo.
Por ahora está logrando mantener la rienda. Ha embridado la precipitación con que la presidenta madrileña lanzó una primera consigna por su cuenta y ha dejado claro que él establece las líneas estratégicas. Falta pulir reticencias y conseguir que todos le obedezcan cuando empiece el baile de las ofertas asimétricas y algunos sientan la tentación de acogerse a ellas. La clave consiste en fijar la naturaleza del problema, en entender –y hacer que los suyos entiendan– que el modelo de nación, la idea de España, resulta clave para el electorado de la derecha. Mucho más importante que cualquier cuita financiera concreta, sea de Andalucía, de Galicia, de Murcia o de Valencia.
«Si nosotros gobernásemos en doce comunidades, un presidente del PP no dormiría una sola noche tranquilo», me dijo hace poco un antiguo miembro de la nomenclatura del felipismo. Esa fuerza institucional representa, en efecto, un capital político más que suficiente para poner al Ejecutivo nacional en un aprieto continuo. Pero necesita disciplina sin fisuras, responsabilidad general, mando efectivo y, sobre todo, la conciencia unánime de un objetivo compartido. La soberanía tributaria de Cataluña no es un apaño contable sino una ruptura del orden constitucional incluida en la hoja de ruta del separatismo. Y el que se equivoque al medir la relevancia del desafío quedará incapacitado para tratar de impedirlo.