ABC 24/12/12
Isabel San Sebastián
SEGÚN la tesis oficial imperante desde hace años, cualquier declaración o actuación tendente a reafirmar que el Gobierno de España cumplirá y hará cumplir la Ley a las comunidades autónomas sólo sirve para radicalizar al nacionalismo. De acuerdo con esta doctrina, sostenida con entusiasmo por los apóstoles del apaciguamiento cobarde, la única postura útil en aras de frenar la deriva soberanista en Cataluña y el País Vasco es mirar hacia otro lado ante las constantes provocaciones de sus líderes. Restar importancia al problema, en la confianza de que se resolverá por sí mismo, ya sea por el mero paso del tiempo, ya por la presión de los empresarios (hasta la fecha, tan minoritaria y silenciosa que apenas ha dejado huella), ya por la fuerza disuasoria de la UE.
«España no se rompe», es la consigna de los relativistas, empeñados en ignorar los incumplimientos de la ley y de varias sentencias firmes del tribunal Supremo en materia lingüística por parte de los representantes del Estado en esas comunidades, o los inaceptables privilegios fiscales de que disfrutan, en especial el País Vasco, aunque también Cataluña si se la compara con Madrid o Baleares. Lo que debemos hacer los españoles, dicen, es convencer a los separatistas vascos y catalanes de que les conviene quedarse, mostrándonos generosos y comprensivos con ellos y poniendo la otra mejilla ante cada uno de sus golpes.
Veamos si este planteamiento resiste la prueba del nueve.
A mediados de los noventa CiU era un partido nacionalista moderado y posibilista, en cuyo vocabulario no entraba la palabra «autodeterminación». El PP, con un mensaje inequívocamente españolista, sin concesiones a la galería local, tenía el mismo porcentaje de votos que hoy; lo que significa que no le han aportado ni un respaldo adicional propuestas tales como que en todas las escuelas del país se enseñen las lenguas autonómicas, como contrapartida a que en las catalanes se imparta la mitad de las clases en castellano. El PSC de entonces, que doblaba en escaños al actual, arrasaba en sus mítines con González y Guerra, cuyo discurso se centraba en el socialismo y la igualdad, sin referencias al federalismo asimétrico o a «consultas» destinadas a pulsar la voluntad de separarse de los catalanes. Y Ciutadans no existía porque no tenía hueco, dado que PP y PSOE ocupaban el espacio que hoy llena Albert Rivera con su valiente frescura.
Aznar fue el primero en ceder, forzado por su precariedad parlamentaria, a las exigencias de un Pujol que parecería Tardadellas si lo comparamos con Mas. Vino después Zapatero a proferir aquello de que «aceptaré lo que venga de Cataluña», en el contexto de que «la Nación es un concepto discutido y discutible». Y aceptó mucho más de lo aceptable, incluida la pérdida de identidad de su propio partido, hoy desaparecido como referente nacional capaz de vertebrar España y enzarzado en una guerra fratricida que priva de autoridad a Alfredo Pérez Rubalcaba, aislado en su despacho de Ferraz. Mariano Rajoy, a su vez, se enfrenta al reto de un referéndum ilegal ya convocado desde la mismísima Generalitat, que servirá de espantajo para arrancar concesiones en la negociación del nuevo modelo de financiación autonómica, llamado a corregir las actuales injusticias derivadas, precisamente, del vano afán por contentar a quienes hacen bandera de la reivindicación permanente.
¿Seguiremos reculando o el presidente pondrá pie en pared? ¡Que alguien repase la Historia, por favor, y que aprenda algo de ella!