Prueba y error

La tregua anterior, la de Lizarra, fue precedida por un pacto político de PNV y EA con ETA, en el que explícitamente se excluía cualquier alianza con el PSOE y el PP. La posibilidad de que Urkullu haya llegado a la conclusión de que todo aquello fue un error es una novedad apreciable. Ahora sólo falta que se lo explique a todos sus jelkides. Y a los dirigentes socialistas.

 

El socialismo felizmente gobernante reaccionó vivamente cuando el diario más afín a la izquierda abertzale dio a conocer una versión de parte de lo que ocurrió en las conversaciones tripartitas de Loyola entre el PSE, Batasuna y el PNV de septiembre a noviembre de 2006. Asistimos entonces a una discusión que ha aflorado en un par de ocasiones más con tintes surrealistas entre los partidarios del Gobierno y sus opositores a ultranza. Sostenían los primeros que a ver a quién vas a creer, a un Gobierno democrático o a una organización terrorista y replicaban los segundos que ETA mata, pero no miente.

 

Ninguna de las dos vías es apropiada, epistemológicamente hablando. Entre un Gobierno democrático y una banda terrorista, cualquier persona bien nacida sabe a quién elegir, pero para aproximarnos a la verdad no es suficiente. Tanto uno como otra pueden tener excelentes motivos para decir la verdad o para mentir. Por otra parte, a quien está dispuesto a asesinar a sus contrarios, la barrera ética entre decir la verdad y mentir no debe resultarle infranqueable. Es preferible creer a quien nos diga la verdad.

 

ETA y Batasuna, efectivamente, ofrecían un relato parcial y sesgado. Lo supimos cuando Josu Jon Imaz explicó que los radicales habían llegado a un acuerdo con sus interlocutores sobre el derecho a decidir y que fue ETA quien desautorizó el pacto. Sin embargo, su mentís a Batasuna no respaldaba la versión socialista. Urkullu ratificó la explicación de su antecesor el viernes en el Foro Nueva Economía y añadió algún detalle más. Por ejemplo, que durante la tregua, el PSOE «cruzó una barrera que nunca debió haber cruzado y quiso negociar con ETA directamente cuestiones políticas». Un poco más adelante, le sumaba algo que es una novedad radical en la trayectoria del PNV y, en el presente, algo revolucionario en la política vasca y aun en la española, al admitir que tal comportamiento puede serle reprochado al PNV en los últimos 30 años: «puede ser, pero con dos matizaciones. Una, el PNV nunca ha tenido en su mano poder satisfacer las demandas políticas de ETA. Y dos, que de experiencias anteriores era necesario aprender, para no volver siempre a la misma casilla de salida».

 

Aprender de los errores sí es un procedimiento. Contrastar nuestras ideas, creencias o prejuicios con los hechos es un método más apropiado para llegar al conocimiento que confiar a ciegas en la palabra de un gobernante o un terrorista. El viejo procedimiento de la prueba y el error. En otro caso, nos condenamos a repetirnos, a volver a la salida en un juego de la oca que nos lleva periódicamente a la casilla de la calavera.

 

Es evitarse antiguos sofocones. En el otoño de 1986, Herri Batasuna mantuvo conversaciones con el PNV en la herriko taberna de Durango. ETA preparó el terreno con el asesinato de cinco personas. Un resignado Xabier Arzalluz explicaba el sentido (no deseado) de las conversaciones en una puesta al día del Santo Job o en la aplicación estricta de la máxima de la otra mejilla: «¿Otra vez para que nos partan la cara? Pues sí, otra vez para que nos partan la cara».

 

El primero de los matices que señala Urkullu requiere otro posterior: nadie podría satisfacer las exigencias políticas de ETA. Tampoco el presidente Zapatero. La autodeterminación y la territorialidad, de las cuales no se han apeado los terroristas ni sus valedores desde que en abril de 1995 dieron a conocer la Alternativa Democrática para Euskal Herria, no son concesiones que graciosamente pueda hacer ningún Gobierno. La reforma constitucional que ello requeriría de manera inexorable exige una mayoría parlamentaria muy cualificada y muy lejana a la que hoy podría alcanzarse si no fuera por un improbable acuerdo entre los dos grandes partidos españoles. Lo único que podía cederles Zapatero es tratarles como interlocutores políticos.

 

El presidente del EBB se ha quejado también de que el PSE haya intentado copiar aquí el modelo Maragall: desalojar al nacionalismo más pragmático del poder mediante una alianza tripartita, con Madrazo en el papel de Joan Saura y Arnaldo Otegi en el de Carod Rovira. Eran los tiempos en que Zapatero decía que el hoy encarcelado ex portavoz de Batasuna «es líder de la izquierda abertzale y ha tenido un discurso por la paz». Patxi López reclamaba «libertad de pactos, libertad de alianzas y posibilidad de alternancia». Entrevistado por ‘Gara’ el 13 de noviembre de 2005 y preguntado si eso suponía «un intento de gobierno con Batasuna», respondió: «que cada uno lo interprete como quiera».

 

Es verdad que la tregua anterior, la de Lizarra, fue precedida por un pacto político que suscribieron el PNV y EA con ETA durante el verano de 1998 y que en aquel acuerdo se excluía explícitamente de cualquier alianza con el PSOE y el PP, pero la posibilidad de que Urkullu haya llegado a la conclusión de que todo aquello fue un error es una novedad apreciable. Ahora sólo falta que se lo explique claro a todos sus jelkides. Y a los dirigentes socialistas.

 

Santiago González, EL CORREO, 18/2/2008