Rubén Amón-El Confidencial
- El escarmiento público a Lambán y la sumisión de los diputados exponen la disciplina extremista con que Sánchez agota la legislatura y con que malogra al mismo tiempo las opciones del partido en las autonómicas y municipales
Impresiona la mansedumbre con que Javier Lambán ha sido constreñido a arrepentirse de los reproches a Pedro Sánchez. Sus declaraciones contra el boss fueron inequívocas, como lo fue la enmienda a la totalidad del sanchismo, pero el desahogo del barón aragonés tuvo que exponerse al castigo y el oprobio de la Secretaría de Organización del Partido Socialista.
Intervino Santos Cerdán con sus maneras de comisario político. Y no sabemos en qué consistió la maniobra de intimidación ni la amenaza de la purga, pero el resultado adquirió un efecto impresionante. No es que Lambán sepultara la voz del subconsciente. Matizaba además un grado de «sintonía total» con el proyecto del timonel de Ferraz. «Sintonía total».
El contexto resulta propicio para evocar el aforismo apócrifo que la tradición atribuye al repertorio de Alfonso Guerra. «El que se mueva no sale en la foto». Y puede que el subcomandante del PSOE nunca acuñara semejante definición del escarmiento, aunque tanto vale y funciona para definir el régimen disciplinario que caracteriza el sanchismo en su fase de agonía.
La castración pública de Lambán sobrentiende un mensaje de intimidación a los camaradas que se atrevan a discutir el liderazgo. Escasean los versos sueltos en el régimen cesarista de Sánchez. O estaban restringidos al pintoresquismo de los barones territoriales. Y no todos, desde que Fernández Vara o Ximo Puig acataron la sumisión. Acaso Lambán y García-Page se atrevían a discrepar. Y no solo por las convicciones socialdemócratas, por la desfiguración institucional que arrastra el sanchismo o por los privilegios que se conceden al nacionalismo, sino porque las elecciones autonómicas de la primavera requieren un distanciamiento de la mala reputación de Sánchez.
Necesitan los candidatos mesetarios y periféricos sobreponerse a la toxicidad de la Moncloa, contener la incredulidad y desconcierto electorales que se derivan del tremendismo con que se desenvuelve el presidente del Gobierno: la sedición, la malversación, la agresión a la separación de poderes, el chantaje soberanista, la ley del solo sí es sí…
Tan grande es el desgaste del proyecto socialista en la opinión pública que al propio líder del PSOE le convendría transigir con las discrepancias territoriales. No ya porque fingirían la pluralidad del partido y la flexibilidad democrática de la organización, sino porque es al propio Pedro Sánchez a quien favorece más la victoria de las baronías y de los alcaldes heterodoxos. Tendría que liberarlos del corsé y de la censura para dejarlos explorar su campaña. Y ausentarse de los mítines, evitar perjudicarlos, desaparecer.
No sucede así. El castigo ejemplar y ejemplarizante con que ha sido degradado Lambán redunda en el concepto de un partido vertical y tiranizado. Pudo demostrarse de manera inquietante cuando los diputados del PSOE tuvieron que pronunciarse a cara descubierta sobre la reforma del delito de sedición. Todos alzaron la voz con una respuesta afirmativa. Incluidos los representantes de Castilla-La Mancha y de Aragón.
La respuesta de sus señorías simulaba un ejercicio de solidaridad y de cohesión, pero en realidad exponía la medida del miedo y de la sumisión. Sánchez controla el PSOE desde la autoridad y la represalia, así es que ningún diputado osaba discrepar de la consigna obligatoria. Y ninguno discutía que pudiera someterse el Código Penal al chantaje de ERC.
El régimen de la mordaza es un reflejo del narcisismo sanchista y una prueba del maximalismo que define el desenlace de la legislatura. O César o nada. El sanchismo se tonifica y también se radicaliza. Hay que remar y rimar a la vez, como demuestra la capitulación del pentito Lambán: «Mis declaraciones fueron manifiestamente inoportunas e inadecuadas».
Las únicas voces discrepantes se perciben fuera del aparato y de la organización. Le exponía Felipe González a Susanna Griso el pasado viernes sus recelos sobre la derogación de la sedición y la estupefacción que le provocaba la ley Montero. No existe represalia posible al patriarca solar ni es concebible que lo acosen por teléfono Cerdán o Bolaños, pero el testimonio de FG debía inquietar a Sánchez no porque se perciba como un ejercicio de deslealtad, sino porque coincide con lo que piensan muchos votantes socialistas dispuestos a quedarse en casa o investigar otras opciones.