IGNACIO CAMACHO-ABC

  • El crédito de un gobernante queda por los suelos cuando casi nadie es capaz de tomar su amago de renuncia en serio

Descontrol, estupefacción, caos, incertidumbre. Son mensajes que transmitían ayer miembros de la cúpula socialista, incapaces de entender el mecanismo mental de su jefe y presos de un ataque de orfandad preventiva que les empuja a un desesperado cierre de filas. La oposición habla de irresponsabilidad, de una crisis de Estado provocada por inmadurez, narcisismo o veleidad frívola, como si a los adversarios de Sánchez les preocupase que su silla esté vacía. Unos y otros se acusan mutuamente de populistas y todos, también los ciudadanos, intuyen al margen de sus preferencias que esta especie de espantá suspensiva no tiene una explicación unívoca. Lo cierto es que al presidente le quedaban pocas instituciones que deteriorar y ha terminado por provocarse a sí mismo una avería.

Porque es difícil que salga indemne de este psicodrama. Aun si lo que busca es un aclamatorio cierre de filas, un plebiscito emocional o una cuestión parlamentaria de confianza, el zarandeo autoinfligido ya no puede concluir con su autoridad intacta. Ha enseñado un flanco débil, por mucho que lo intente encubrir con esa almibarada y victimista declaración romántica que ningún asesor sensato le habría aconsejado incluir en la famosa carta, y se le ha visto el cartón detrás de su fachada de audacia. Amén de que proclamarse enamorado no basta para disipar la sospecha de si esa pasión tan humana le llevó o no a favorecer a los patrocinadores de la carrera de su amada.

Quizá no haya calculado el impacto reputacional de su movimiento. La palabra ‘corrupción’ apareció ayer vinculada a su nombre en los principales periódicos europeos. Se quede o se vaya –hay amplia mayoría de apuestas por lo primero– esa sombra le perseguirá como un espectro. Y el hecho de que casi nadie tome su amago de renuncia en serio demuestra que su credibilidad está por los suelos. En un momento que se supone crucial, dramático incluso para sus seguidores, la gente piensa que se trata de su enésimo golpe de efecto y se burla con ‘memes’ crueles que transforman sus palabras en letras de bolero. Un gobernante con tan exigua presunción de veracidad no está en condiciones de inspirar respeto.

Nada de esto significa que en caso de seguir no vaya a salirle bien la pirueta. A corto plazo, el pánico a la pérdida del poder puede servir para cohesionar a la izquierda ante las elecciones catalanas y equilibrar la desventaja en las europeas planteándolas como una batalla crucial contra el avance de las derechas. Pero el coste de una maniobra de esta clase, en términos de fractura civil y de responsabilidad institucional –¿eso qué es?–, resultaría muy superior a su posible renta. Y tal vez sin pretenderlo haya dejado una duda abierta. Porque ahora la pregunta correcta no es la que él dice haberse formulado sobre si ser presidente merece la pena, sino la de si España y los españoles merecen que lo sea.