Ignacio Varela-El Confidencial
Nos arrepentiremos durante mucho tiempo de haber desperdiciado la ocasión de convertir los 180 diputados que sumaban ambas formaciones en una mayoría de gobierno
Tiene razón Isidoro Tapia: nos arrepentiremos durante mucho tiempo de haber desperdiciado la ocasión de convertir los 180 diputados del PSOE y Ciudadanos en la mayoría de gobierno que evitara el degollamiento de una legislatura a la que no se le dio ninguna oportunidad. Nos arrepentiremos todos, pero, sobre todo, los dos máximos responsables del descalabro: por su orden (el orden en este caso es indispensable para hacer justicia histórica), Pedro Sánchez y Albert Rivera.
En plena demolición de la democracia representativa y ante el apogeo mundial de los nacionalismos y los populismos destituyentes, cualquier país europeo recibiría como una bendición un Parlamento que permitiera formar un Gobierno de mayoría absoluta con la suma de los socialdemócratas y los liberales.
Si Pedro Sánchez tuviera más patriotismo y mucha menos soberbia, hoy sería presidente de un Gobierno de coalición con una confortable mayoría absoluta y cuatro años por delante para desarrollar la agenda reformista que está congelada desde el inicio de la década. Sería un Gobierno templado, bienvenido en Bruselas y bien hallado en España, libre de socios tóxicos y con las mejores condiciones para hacer frente a las crisis que padecemos o que llaman a la puerta: la territorial, la institucional, la política y la económica.
Cualquier otra combinación de Gobierno (la Frankenstein, la de las derechas con Vox, el Gobierno monocolor ultraminoritario que persigue Sánchez, incluso la gran coalición PSOE-PP) presentaría contraindicaciones insalvables.
Sánchez supo esto desde el principio, pero no abrió el menor resquicio ni hizo un gesto en esa dirección. Lo único que planteó a Ciudadanos fue el absurdo chantaje de que le entregara la abstención para permitirle gobernar en concierto con Podemos y con los independentistas. Todos y cada uno de los pasos que Sánchez ha dado en estos seis meses —incluida la decisión de provocar nuevas elecciones, que fue enteramente suya— han tenido como único fin obligar a las demás fuerzas políticas a entregarle el poder para ejercerlo en solitario (lo que, por cierto, es todo lo contrario a la estabilidad cuando solo se tiene un tercio de la Cámara).
En ello sigue, pero ahora los chantajeados son los votantes. “O Gobierno o bloqueo”, en su idioma, significa: o gobierno yo en las condiciones que yo dicte, o lo bloqueo todo. Una vez más, la lógica del sometimiento. El caso es que su historial hace verosímil la amenaza.
Si Rivera tuviera algo más de sesera y menos miopía, hoy sería un vicepresidente (a él no se habrían atrevido a vetarlo) aclamado en toda Europa. Se habría librado del pesado fardo de la connivencia con Vox. Su rival en el centro derecha, el PP, penaría durante cuatro años con solo 66 diputados, varias causas pendientes por corrupción y despojado de casi todo su poder territorial.
Ciudadanos en el Gobierno obligaría al PSOE a desengancharse de los nacionalistas y recomponer el frente constitucional frente al desafío secesionista. Y podría marcar una política económica sensata y unos Presupuestos equilibrados, sin gasto público desbocado y sin atracos fiscales. La estabilidad del Gobierno y la duración de la legislatura estarían en sus manos. Además de servir al interés general, sería la fuerza política más determinante de la política española.
Si además hubieran trasladado ese mismo acuerdo a los territorios, los números son abrumadores: con el resultado del 26 de mayo, la coalición social-liberal gobernaría con mayoría absoluta en la mitad de las comunidades autónomas que votaron ese día, en más de 20 capitales de provincia… y ¡ay!, en todas las grandes poblaciones del cinturón de Barcelona, barriendo al independentismo del poder en ese territorio.
Pero Rivera dio por seguro el Gobierno Frankenstein y se lo jugó todo a esa baza, confiando en que una oposición de tierra quemada ante los disparates y las contradicciones de ese Gobierno, la fortaleza de sus 57 escaños y las flaquezas estructurales del PP terminarían por darle el liderazgo efectivo de la derecha. Cada vez que Rivera alertaba sobre el odioso “plan Sánchez”, delataba cuánto deseaba que se cumpliera. Ese fue el ‘plan Rivera’ hasta que cobró cuerpo la repetición de las elecciones. Reventada la rueda, después vinieron los volantazos.
Ahora afronta unas elecciones desesperadas en las que, si se confirman las previsiones, alcanzará con éxito la meta de la irrelevancia. De ser la pieza clave de todas la soluciones a no contar para nada: ni para formar Gobierno con Sánchez ni para construir una alternativa capaz de echar a Sánchez. Un poco tarde para ofrecer apoyos que ya nadie le pedirá.
Es injusto, no obstante, acusar a Ciudadanos de rechazar un acuerdo con el PSOE sin recordar que jamás existió por parte socialista ni el asomo de una propuesta. Cuando en la noche del 28 de abril se dispuso a un puñado de reclutas del aparato para que recibieran al césar victorioso al grito de «¡con Rivera, no!», quedó señalado el camino. Iglesias no ha sido en estos meses el interlocutor preferente de Sánchez, sino su interlocutor exclusivo y excluyente. Fracasado ese intento, la Moncloa puso rumbo directo al 10-N.
Pasó la ocasión, y no volverá. De estas elecciones solo pueden salir dos cosas igualmente indeseables: o una nueva intentona de Gobierno Frankenstein, o un Gobierno ultraminoritario de Sánchez con la patriótica condescendencia, sin ninguna garantía ulterior, de un Casado fortalecido al que Rivera resucitó cuando era cadáver. En todo caso, nada que pueda llamarse seriamente estabilidad.
El derecho distingue entre daño emergente y lucro cesante: lo que se pierde y lo que se deja de ganar. Las encuestas muestran una buena dosis de lucro cesante para Sánchez y de daño emergente para Rivera. Ambos lo merecen sobradamente, pero quien pagará esta factura será, otra vez, España.