Javier Redondo, EL MUNDO 20/11/12
Lo que el pueblo no sabe es que la nación lo protege. Lo que el pueblo ignora es que la nación lo perfecciona. En 1758 apareció el término nación en sentido moderno: «Cuerpo político, una sociedad de hombres unidos para procurarse el bienestar y la seguridad mediante el uso de la fuerza común». El impulso revolucionario en Inglaterra y Francia limitó el poder del rey y acabó con su arbitrariedad. Inmediatamente, la radicalización de las revoluciones impuso una nueva arbitrariedad, la de quienes se arrogaron la voluntad del pueblo. La moderación posterior limitó el poder institucional y contrató con los ciudadanos la dotación de normas para asegurar la supervivencia de la sociedad y de la nación.
Las normas de las que se dota el pueblo a través de sus representantes son la garantía de vigencia del Estado de Derecho. El imperio de la ley es el pilar que sostiene la democracia. Ni la participación ni la movilización popular son valores superiores en la escala democrática. Al contrario, el reclamo de la calle sin cauce ni filtro institucional, la voz de una muchedumbre por cuantiosa que pueda parecer a vista de pájaro, la bandería, la consigna o la proclama esconden una suerte de totalitarismo, anulación de la individualiad, inseguridad jurídica y aunque parezca lo contrario, elitismo. Sin ley no hay democracia ni igualdad. Sin ley, un pueblo ávido de poder tiene la posiblidad de aniquilar a otro, a una parte o incluso a sí mismo.
Supeditar el cumplimiento de la ley al voluntarismo presuntamente democrático otorga la potestad de juzgar a un ciudadano no por incumplir la ley sino por rebatir los principios que sostienen un régimen. Sólo porque una palabra -democracia- suene mejor que otra -ley- para un pueblo que, como diría el ilustrado Florez Estrada, «siempre será víctima de su ignorancia» al creer que la ley es un corsé más que una salvaguardia.
Antes de que a los padres fundadores de la Constitución americana la revolución se les fuera de las manos, se reunieron en un Congreso Continental y desde allí frenaron los excesos del pueblo, que había empezado a organizarse en comités de correspondencia -asambleas locales-, principlamente en Massachusetts y Filadelfia, las colonias más radicales de las 13. Había tantos comités como opiniones. Porque cuando algún colono disentía de la resolución de un comité, convocaba otro que cuestionaba la autoridad del anterior. Llegado el momento nadie sabía dónde residía la autoridad, de modo que los comités formaron milicias y falanges para intimidarse mutuamente y hacer prevalecer sus decisiones mediante la creación de tribunales, comités de inspección y reguladores. En Filadelfia, los comités de regulación de precios persiguieron para emplumar, en el mejor de los casos, a prestamistas y monopolistas. Cada comité legislaba sobre cualquier ámbito de la vida cotidiana: «Estas convenciones populares lo regulan todo: lo que debemos comer, beber, llevar, hablar y pensar», protestaba aterrorizado un leal a la Corona británica.
Entre un Congreso y otro, John Adams retornó a su hacienda de Nueva Inglaterra. Paseando a caballo se topó con un paisano que le felicitó por el trabajo del Primer Congreso: «Enhorabuena, señor, gracias a ustedes ya no seremos juzgados por tribunales británicos; de ahora en adelante el pueblo se juzgará a sí mismo, no habrá más tribunales que los constituidos por el pueblo». Adams se quedó blanco y mudo, cuando se rehizo espoleó al caballó y despavorido y al galope puso rumbo de nuevo a Filadelfia. En la reanudación del Congreso abogó por reforzar los poderes de la institución y limitar el del pueblo. Allí los congresistas certificaron la diferencia entre república (basada en la virtud, la ley, el equilibrio, la participación y la representación) y democracia (entonces era un término sinónimo de anarquía): lo que diferencia la república de la democracia es lo que va de la democracia al despotismo, aseguraron. O sea, la verdadera democracia se basa en la institucionalización del orden y de los procesos de toma de decisiones; no en las convulsiones populares que conducen al establecimiento de una nueva tiranía.
AÑOS después, los padres fundadores concluyeron que sólo un cuerpo permanente (Congreso y Senado) podía controlar «la imprudencia democrática», esto es, la tentación de considerar la ley un mero obstáculo a sortear con el fin de dar gusto a cabecillas, caudillos locales, trileros, ingenisosos y tratantes de ocurrencias tan osados de ponerse al frente de la voluntad de un pueblo, concebido como un todo compacto y singular y, lo que es peor, como una grey de fieles y devotos. En Francia Robespierre instauró la fiesta del culto al ser supremo, que no era otro que él mismo.
Sabemos algo más de lo que ocurrió en Francia cuando a mitad de revolución los diputados de la Montaña actuaron en nombre del pueblo: advino el terror. Ser sospechoso era un delito en sí mismo. En conclusión. Cuando el pueblo y los usurpadores de su voluntad toman el poder, o bien someten a los individuos a un riguroso control, o reina la anarquía. Son dos formas de anomia. Por exceso y por defecto quiebra la seguridad jurídica y la igualdad. La confusión deriva en una contradicción: el pueblo puede anular la condición de ciudadano.
A pesar de sus excesos y al finalizar el terror, la Revolución Francesa -tras la inglesa y americana- nos deparó la idea contemporánea de nación: conjunto de ciudadanos libres e iguales en derechos que acuerda voluntariamente dotarse de instituciones, leyes y gobierno para perpetuar su unidad y preservar precisamente su libertad e igualdad. Pueblo y nación no serían ya sinónimos. La soberanía popular es ilimitada y fragmentable; la nacional, contenida por los derechos naturales, inclusiva y regulada por poderes sujetos a control.
A mitad del siglo XIX, la noción de pueblo resurgió con fuerza en dos sentidos opuestos: el nacionalismo apelaba al pueblo como dueño de su destino y lo identificaba con una lengua, etnia o cualquier cualidad distintiva y a la vez homogeneizadora; el socialismo identificaba al pueblo con una clase social -por cierto, al hilo de esto, qué hacen los sindicatos reclamando el derecho a decidir sino extraviarse otra vez en mitad del naufragio-. Ambas ideologías combaten la idea de libertad de modo similar: le arrebatan a los individuos la voluntad para entregársela al pueblo; los individuos no tienen destino, sólo los pueblos; los derechos de los individuos se supeditan a los de los pueblos, convertidos, en un ejercicio de suplantación, en sujetos de derecho.
El primer tercio del siglo XX se dio una nueva vuelta de tuerca: los partidos próximos a estas ideologías se transformaron en movimientos que representan las demandas, los anhelos, la tradición y las frustraciones del pueblo. Una crítica al partido o a su líder es una agresión contra el pueblo; los líderes identifican e interpretan con clarividencia la voluntad del pueblo y se ponen al frente de la empresa de liberar a sus pueblos de la opresión. Para lograr tal cosa, antes ha surgido un tipo de hombre que, como señala Ortega, no quiere dar razones, ni siquiera tener razón, simplemente se muestra dispuesto a imponer sus opiniones. Es el hombre masa que cree en la acción directa, esto es, en la barbarie, en el linchamiento del adversario.
Porque en definitiva, sin duda, así es más fácil: sin normas no hay interposición entre el propósito y su consecución; además, el hermetismo intelectual esconde las trampas del tahúr: no se trata de tener miedo a la democracia, si lo analizamos con detenimiento es justo al revés, cuantitativa y cualitativamente; ni de temer que un pueblo se pronuncie. Pero los enemigos de la libertad prefieren emplear el término pueblo en lugar de sociedad, porque la sociedad es el todo heterogéneo, diverso, plural y dinámico; y el pueblo es una parte, y si apuramos, sólo una parte de una parte o incluso la élite de esa parte. He aquí la emboscada, el truco y la maquinación orquestada detrás del eslogan «la voluntad de un pueblo».
Javier Redondo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III.
Javier Redondo, EL MUNDO 20/11/12