JORGE BUSTOS-EL MUNDO
¿Y si Pablo Iglesias hubiera dejado realmente de ser chavista? Es más. ¿Y si hubiera dejado de serlo hace mucho, antes incluso de que la paternidad doble y la propiedad inmobiliaria precipitasen su ingreso en la madurez vital? ¿Y si la reivindicación del patriotismo liberal de Torrijos con que Errejón nos sorprendió en Twitter respondiera a una curiosidad cierta por tradiciones ideológicas ajenas y a una revisión resignada de los prejuicios propios? Deberíamos estar abiertos a la posibilidad de que el populismo se cure, porque se cura.
Ya sé que imputar sinceridad a consumados intérpretes de teatro político comporta un riesgo supremo para el honor de todo buen español, que tolera cualquier cosa menos que le tomen por ingenuo. De mí no se ríe ni mi padre: esta es la frase más idiosincrásica que se pronuncia en España desde tiempos de Calderón. Pero el orgullo es el báculo de la ceguera: le permite a uno sentirse más listo que el resto mientras permanece en la densa, confortable oscuridad. Y sigue ciego su camino, que diría nuestro Holbach. Cuando el Iglesias senatorial –el que recibe los escraches– manifestó que ya no se reconoce en las opiniones del Iglesias venezolano –el que los ejecutaba–, la reacción en el entorno conservador fue de general escepticismo. Y es lógico, no ya por el crédito en la impostura de que goza el personaje sino porque lo propio de la mente conservadora es el rechazo a los cambios que desafíen la comodidad de sus implacables taxonomías. Iglesias es comunista y siempre lo será, y si apostata de su fe bolivariana tan solo está posando para la cámara demoscópica por el descalabro andaluz.
Sin embargo, yo creo en la evolución de Iglesias. Yo sospecho que hace tiempo que este Iglesias no se cree a aquel Iglesias, y ese descreimiento confirma la mecánica inexorable que describe el primer dogma del marxismo: el ser social determina la conciencia. El chalé modula el discurso; si no lo hiciera, el propietario no sería más que otro vulgar hipócrita. Cuánto mejor para los engañados votantes de Podemos que su líder ejerza al fin la valiosa pedagogía de la decepción. Ajustar los cielos de la creencia al metro cuadrado de la realidad –convertirse en todo aquello contra lo que luchábamos cuando éramos necios y puros– no es una claudicación, sino la premisa de una política moral, el derrumbe de la mentira populista y el comienzo de la adultez responsable.
El único augurio atinado de ZP se ha cumplido en Pablo Iglesias. El nuboso líder bruscamente aterrizado en la crisis que saludó la irrupción del joven airado vaticinó que la democracia cambiaría a Iglesias mucho más de lo que Iglesias podría cambiar la democracia. Porque el populismo es un adanismo, y todos los adanes nacen, crecen, se reproducen y mueren.