HENRY KAMEN-EL MUNDO

A raíz de la iniciativa del Ministerio de Exteriores de combatir la propaganda separatista, el autor sugiere al Gobierno que apueste por una estrategia de comunicación de largo recorrido basada en la verdad.

POCAS INICIATIVAS son más sorprendentes que la tomada esta semana por el Ministerio de Asuntos Exteriores, en un momento en que el Partido Socialista acaba de vencer en las elecciones generales y tiene buenas razones para sentirse confiado en su capacidad para manejar la situación política. Sin embargo, en este momento de triunfo, según la prensa, «la Secretaría de Estado de la España Global, dependiente de Exteriores, ha designado una red de funcionarios desplegados en las embajadas que velará por cultivar la percepción del país». El propósito, de acuerdo con esta información, es nombrar a un grupo especial de 200 diplomáticos para que dediquen su tiempo a defender la reputación de España, «un funcionario por cada embajada y por cada consulado encargado de identificar posibles puntos débiles y de proponer remedios».

¿De qué manera el ministro José Borrell siente que la reputación de España está en peligro? ¿Quizá el Ministerio se preocupa por la carta firmada por 41 senadores franceses que denunciaba un supuesto incumplimiento de los derechos humanos en España a raíz de la situación en Cataluña? ¿O tal vez por la demanda del presidente de México de que España se disculpe por sus acciones en América hace 500 años? ¿O está preocupado por la propuesta del ex president Puigdemont de recolectar un millón de firmas españolas para protestar contra la brutalidad del Estado español?

El ministro sabe perfectamente que no hay forma de evitar la difamación sistemática de los gobiernos y de las personas, especialmente, en una época en que internet proporciona una capacidad asombrosa para que la difamación aumente y se multiplique. La única defensa práctica parecería ser una declaración firme de la verdad. El Corán reza: «Cuando llega la verdad, la falsedad se desvanece». Sin embargo, es un proceso largo y, por desgracia, la falsedad persistirá. Veamos algunos ejemplos.

Durante varios meses después del conflicto generado por el pseudo-referéndum catalán, el movimiento separatista intentó generar indignación por la presunta brutalidad policial, como lo demuestra el caso de la mujer (una de las varias «víctimas» que aparecieron en TV3 el 2 de octubre 2017, en una «entrevista a alguns dels ferits») que afirmaba haber tenido sus dedos sistemáticamente rotos por la Policía y sus partes privadas invadidas. La mujer admitió luego que era falso. Sin embargo, reclamos similares continúan en secciones de la prensa separatista, y continuarán apareciendo porque se basan en el autoengaño activo. Los autoengaños son una parte integral de una visión fija del universo y no hay forma posible de eliminarlos. ¿Cómo, por ejemplo, se puede evaluar la siguiente afirmación del diputado separatista Rufián? «Cada vez que nuestro conseller de Exteriores, Raül Romeva, vuelve de un viaje nos dice lo mismo: que los políticos, cónsules, embajadores y empresarios nos piden que vayamos en serio con este proceso». Los diplomáticos y políticos de todo el mundo, al parecer, están ansiosos por reconocer la república catalana. Tal vez tenga poco sentido crear un cuerpo especial de diplomáticos para contrarrestar esas fantasías imposibles.

De la misma manera, sería imposible para los diplomáticos corregir la visión desinformada de un presidente mexicano que no ha estudiado la Historia de México y cree que Hernán Cortés es responsable de todas las miserias que los Gobiernos de ese país han infligido a su gente. El mundo es lo que es: una jungla en la que exageraciones, falsedades e ignorancia absoluta están funcionando a toda velocidad en su tarea de deformar la realidad. La respuesta más deseable sería apoyar a la verdad. Sin embargo, no soy optimista al respecto. Tampoco estoy de acuerdo con aquellos que cultivan su propia pequeña Leyenda Negra, y que siguen viendo el mundo exterior como parte de una gran conspiración contra la reputación de España. Me parece que la única respuesta práctica para los diplomáticos de España en las circunstancias actuales no es meramente defender la verdad, sea la que sea, sino hacer un ataque positivo para contrarrestar las fake news. La amenaza a la reputación de España no proviene de lo que los senadores franceses o los presidentes mexicanos mal informados declaren, sino del asombroso complejo de inferioridad que de vez en cuando se apodera de la mente española. En otras palabras, en algunos contextos son los españoles quienes tienen la culpa, porque no son lo suficientemente beligerantes.

Un buen ejemplo de ello es la entrevista televisiva que el ministro de Asuntos Exteriores concedió a un periodista inglés el pasado marzo. Vi toda la entrevista y coincido totalmente con la opinión expresada en ese momento por un periodista español en la revista digital The Corner. Borrell es un orador inteligente y experimentado, pero en este caso dio la impresión de haber tenido tanta confianza en su propia eficiencia que no verificó por adelantado las preguntas que le hizo el agresivo periodista. El resultado fue que perdió la paciencia y también perdió la entrevista.

La lección que podemos extraer de esta experiencia es que, en el contexto de la política internacional, en un mundo dominado por las noticias falsas, tenemos que preocuparnos menos por la verdad y más por cómo comunicar ésta. Necesitamos adaptar el conocido aforismo de Marshall McLuhan –«el medio es el mensaje»– porque en el mundo de hoy el asunto crucial no es el mensaje, sino el medio. En un juego de guerra como una entrevista, el ganador no es la persona que afirma la verdad, sino el jugador que sabe que la verdad no puede ser contenida en una declaración de dos minutos y que, por lo tanto, dedica los dos minutos no a dar una respuesta sino a volver la discusión contra el entrevistador impertinente.

La necesidad de dominar el medio tiene varias dimensiones importantes. Durante mucho tiempo, España ha sufrido la reputación de ser una nación europea donde los políticos y diplomáticos no han podido expresarse en un escenario internacional porque no podían hablar inglés o francés o incluso las lenguas de sus vecinos, como el italiano. Incluso en su gran época de imperio, en el siglo XVI, España confió en belgas e italianos para dirigir su diplomacia y mantener conversaciones con rebeldes holandeses y generales alemanes. Los grandes tratados de paz de la Historia de España, como la paz de Westfalia, fueron negociados en nombre de España por extranjeros que podían hablar los idiomas necesarios. ¿Algún Gobierno nombraría hoy a los extranjeros para ser sus portavoces internacionales? Esa situación, con suerte, ahora ha cambiado. A pesar del evento que acabamos de citar, Borrell es un ejemplo de un político que puede defender la reputación de su país en más idiomas que uno solo.

PERIODISTAS Y POLÍTICOS son actores conjuntos en una producción teatral en la que ambos intentan convencer al público. Los políticos, como sucede, tienen la mala suerte de que el público desconfía de ellos, sobre todo, por su notoria corrupción. Los periodistas, sin embargo, también sufren desconfianza debido a su frecuente manipulación de la verdad, como sabemos por la notoria actuación de TV3 durante la crisis separatista. A diferencia de estos dos grupos, los diplomáticos son vistos como profesionales que trabajan sólo para promover los intereses de su país. Es una gran responsabilidad, por tanto, que la comunidad diplomática tenga que defender la reputación de España. Pero los diplomáticos también inevitablemente tienen sus debilidades. No me disculpo por citar la conclusión del artículo en The Corner. «La diplomacia española –sostiene el artículo– tiene mucho trabajo por hacer. Hay tareas pendientes, explicaciones necesarias, más argumentos para demostrar que la democracia española es madura y avanzada. Eso requiere concentración, preparación y dedicación». La situación también requiere una confianza absoluta en la capacidad de España para demostrar que ya no es la criatura aislada de su pasado, un esclavo de la Leyenda Negra que sus intelectuales crearon durante el siglo XIX.

Henry Kamen es historiador británico. Entre sus obras figura España y Cataluña. Historia de una pasión (La Esfera de los Libros, 2014).