IGNACIO VARELA-EL CONFIDENCIAL
- El 20 de enero de 2016, tras el discurso inaugural de Donald Trump como presidente, quedó claro que sacarlo de la Casa Blanca requeriría algo más que un puñado de votos
En el momento de escribir este artículo, el resultado de las elecciones norteamericanas se está jugando en el recuento de cuatro estados: Pensilvania, Georgia, Arizona y Nevada. Aún existe una probabilidad aritmética de que Biden no alcance la cifra mínima de 270 votos electorales que le daría la presidencia, pero es muy pequeña. Sin embargo, sería ingenuo suponer que ello pondrá punto final a la contienda para dar paso a una transición pacífica. Al contrario, el momento en que el candidato demócrata alcance la cifra mágica marcará el inicio de una batalla brutal destinada a impedir materialmente que esa transición pueda consumarse dentro de la normalidad constitucional.
En el sistema norteamericano, la elección presidencial pivota sobre la presunción de buena fe democrática de los contendientes. Se presume que ambos aceptan sin reservas las reglas del juego y el veredicto electoral que resulte de ellas. Si no es así, el proceso entero se altera. Y si quien rompe ese principio de buena fe dispone de los instrumentos del poder, la situación puede llegar a ser de máxima emergencia constitucional. Si existe algún camino para retener el poder pese a perder tanto el voto popular como el Colegio Electoral, Trump lo explorará hasta el final, sin reparar en las consecuencias.
¿Quién proclama en ese país al presidente electo? El perdedor de las elecciones, mediante su discurso concesional. Mientras no hay concesión del perdedor, no hay presidente electo y se bloquea el complejo mecanismo que debe conducir, el 20 de enero, en la toma de posesión del nuevo presidente. Donald Trump no tiene la menor intención de pronunciar nada que se parezca a un discurso de concesión, cualquiera que sea el resultado del recuento. A partir de ahí, defenderá el sillón con todos los instrumentos a su alcance, que son muchos.
Para empezar, empieza a sobrevolar la amenaza de actos de violencia. Las autoridades locales ya están tomando medidas para proteger los centros de recuento de posibles comandos armados dispuestos a interrumpir la cuenta de los votos, así como prevenir probables choques callejeros entre partidarios de uno y otro candidato.
Asistiremos también a una catarata de demandas impugnatorias en todos los juzgados de los estados clave que no haya ganado Trump, con un magma de resoluciones contradictorias de distintos jueces locales. Hay un ejército de más de 8.000 abogados contratados para conducir una ofensiva que se ha preparado durante meses. Toda esa marabunta de pleitos desembocará inevitablemente en el Tribunal Supremo, donde se dará la batalla final (ahora se entiende la urgencia de Trump por nombrar a una magistrada ultraconservadora antes de las elecciones).
La formación del Colegio Electoral —los 538 delegados que han de elegir al presidente— será cualquier cosa menos pacífica. El gobernador de cada estado elabora la lista de los delegados elegidos, que debe ser convalidada por el Congreso del estado antes de enviarla a Washington. Pero si en algún estado —como sucede en Pensilvania— el gobernador y la mayoría parlamentaria son de partidos opuestos, pueden nominar como delegados a personas distintas. El Congreso nacional tendría entonces que resolver quiénes son los electores legítimos de ese estado. Pero como la Cámara de Representantes está controlada por los demócratas y el Senado por los republicanos, podría reproducirse el desacuerdo, llegándose a un callejón sin salida. Todo ello, entre una marea de acusaciones recíprocas de fraude, con las calles, las redes sociales y los medios de comunicación incendiados y en un clima de máxima crispación.
Pase lo que pase, Trump seguirá siendo presidente, en plenitud de funciones, hasta el 20 de enero. Nada limita su capacidad de actuación como tal. Puede dar órdenes a las Fuerzas Armadas y de Seguridad, reclamar poderes excepcionales ante una emergencia creada por él mismo, provocar un conflicto internacional, decretar confinamientos por la pandemia… Y, por supuesto, bloquear el traspaso de funciones con la nueva Administración, como es tradicional. Ningún presidente electo o dos presidentes electos: cualquiera de los dos escenarios es estremecedor en plena pandemia y en medio de una recesión global.
Sí, Trump podría llevar su país al caos antes de ceder voluntariamente el poder. Solo dos circunstancias pueden impedirlo: la primera es que la mayoría de Biden en el Colegio Electoral sea contundente e indiscutible. Si el candidato demócrata vence en los cuatro estados en disputa, tendrá 306 delegados frente a 232 de Trump. Una cifra obviamente disuasoria. A medida que esa ventaja se haga más corta, crecerá la tentación de sabotear el proceso.
La segunda —en cierto modo ligada a la primera— es que el Partido Republicano se niegue a acompañar a su líder en una aventura que llevaría el país al precipicio. Trump puede intentar un golpe, pero no podría hacerlo solo. Para consumarlo, necesita una tupida red de complicidades, políticas y judiciales. La más importante es la de su propio partido, que, en esa circunstancia extrema, debería recuperar la autonomía y romper el secuestro al que se autosometió cuando se puso en manos de Trump. No es fácil quitarse el dogal de quien acaba de conseguir 69 millones de votos (tantos como el mejor Obama, muchos más que Ronald Reagan), pero hay que confiar en el patriotismo y el sentido institucional de un partido histórico de la democracia americana. Lo mismo respecto al Tribunal Supremo.
En el extremo, quizás alguien tenga que enviar a la Guardia Nacional para extraer a Trump del despacho oval. La ruta hasta ese punto sería tan traumática que esperamos no verlo jamás, salvo en una serie de televisión. Pero admitamos que nunca antes estuvimos tan cerca. Es el signo de los tiempos, y no solo en los Estados Unidos.