Ignacio Varela-El Confidencial
Dentro de 25 días, casi cuatro millones de ciudadanos residentes en Galicia y en el País Vasco están citados para elegir sus parlamentos autonómicos
Dentro de 25 días, casi cuatro millones de ciudadanos residentes en Galicia y en el País Vasco están citados para elegir sus parlamentos autonómicos. Hace cuatro años votaron casi un millón y medio de gallegos y algo más de un millón de vascos: una movilización de dos millones y medio de adultos acudiendo a 3.000 locales electorales cerrados. Añadamos el cuantioso número de miembros de las mesas, interventores y apoderados de las candidaturas y policías que pasarán la jornada entera en los centros de votación.
Se ha criticado, con razón, la irresponsabilidad colosal del Gobierno al permitir las manifestaciones del 8 de marzo (como señala Jorge Bustos, si en estas circunstancias sanitarias un Gobierno del PP hubiera autorizado una macromanifestación de la derecha a favor de la familia y al día siguiente las cifras de infectados se hubieran multiplicado, hoy la izquierda marcharía sobre la Moncloa al grito de asesinos y exigiendo guillotina para el presidente). Igualmente insensato fue celebrar el congreso de Vox. En ambos casos, los convocantes y la autoridad gubernativa se inhibieron por pura cobardía política, pese a ser plenamente conscientes de la peligrosidad de los eventos.
Pero esos actos son minúsculos comparados con el volumen de la población involucrada en la jornada del 5 de abril. No habrá en los próximos meses en España ningún evento público de dimensión semejante. Con los criterios que se están aplicando en la lucha contra el coronavirus (y todo permite temer que dentro de tres semanas la situación será mucho peor que la actual), cae por su peso la necesidad de suspender esas dos elecciones convocadas anticipadamente, y devolverlas a sus fechas originales en el otoño.
Pero ¿es posible hacer eso? La respuesta, inquietante y desalentadora, es negativa. No existe en el derecho español una sola norma que habilite la cancelación de unas elecciones ya convocadas. Esa eventualidad no se contempla en la Constitución, ni en las leyes electorales nacional y autonómicas, ni en las de salud pública, ni siquiera en la que regula los estados de alarma, excepción y sitio.
¿Quién podría tomar esa decisión? No pueden hacerlo los gobiernos convocantes, ni los parlamentos disueltos, ni las juntas electorales, ni ningún órgano judicial. Nadie tiene atribuciones en España para suspender una elección. Es un vacío legal pavoroso: el decreto de convocatoria —que se publica casi dos meses antes de las elecciones— está blindado por la imprevisión legislativa y resulta materialmente irrevocable e irreversible.
Dos meses es mucho tiempo. Cabe imaginar un puñado de circunstancias que harían inviable la celebración de una jornada electoral en condiciones de normalidad: desde una ofensiva terrorista a una catástrofe natural, pasando por una crisis sanitaria global como la que estamos padeciendo. Solo la negligencia culpable del legislador ha hecho posible que el 5 de abril nos veamos abocados necesariamente a celebrar sin remisión unas elecciones que vienen contaminadas en todos los sentidos.
Este vacío es negligente y es culpable por dos motivos. Primero, porque en España ya tuvimos un serio aviso al respecto. Desde el atentado terrorista del 11 de marzo de 2004 a 72 horas de unas elecciones generales, los legisladores han tenido 16 años para suplir el vacío normativo. Segundo, porque en 2010 se abordó en el Congreso una reforma parcial de la Ley Electoral. Me consta que los ponentes de los dos grandes partidos fueron alertados a este respecto, un aviso que ignoraron por completo. Eso sí, en aquella reforma insolvente y miope dedicaron decenas de artículos a regular cómo y dónde poner los carteles y al reparto de los espacios propagandísticos de los partidos en la televisión, olvidaron la existencia (¡en 2010!) de un artefacto llamado internet y condenaron a la abstención a dos millones de ciudadanos residentes fuera de España mediante el nefando invento del voto rogado.
¿Tiene remedio a estas alturas? No, no lo tiene. Cabría pensar en un decreto-ley de urgencia (este sí la tendría) para habilitar algún órgano —quizá la Junta Electoral Central— a suspender unas elecciones ante una situación de emergencia. Pero la Constitución lo prohíbe. El artículo 81.6, que regula los decretos-leyes, establece taxativamente que estos no podrán afectar, entre otras materias, “al derecho electoral general”.
Así que el 5 de abril habrá elecciones en Galicia y en el País Vasco, desafiando al coronavirus y al sentido común. No es preciso extenderse sobre la amenaza sanitaria que ello plantea. Pero, además, la votación quedará políticamente distorsionada por otros factores:
No se puede suspender la jornada electoral, pero sí los actos de campaña. Es de suponer que los propios partidos, por prudencia elemental, estarán ya reconstruyendo sus agendas y preparándose para una campaña sin mítines, ni grandes ni pequeños. Y si no lo impiden ellos, tendrán que hacerlo los gobiernos. Ello desplazará todo el peso de la campaña electoral a la televisión y a la red, territorios en los que algunos partidos son mucho más eficaces que otros. En todo caso, asistiremos a una campaña electoral anómala.
Mucho más grave es el efecto demoledor que la psicosis del coronavirus puede tener sobre la participación. No es congruente pasar varias semanas exhortando a la gente a que se recluya en su casa por temor al contagio y esperar que ese domingo los votantes se apelotonen en los colegios electorales.
Si el 5 de abril no se ha despejado radicalmente esta crisis (se espera más bien lo contrario), podemos hallarnos ante cifras de abstención insoportables. Si además la inhibición en el voto se reparte desigualmente por edades —como la morbilidad del virus—, el resultado político de la votación puede convertirse en impredecible; y los dos parlamentos elegidos con una participación ridícula nacerían heridos de muerte. Hasta el punto de que no sería de extrañar que se imponga la necesidad de repetir las elecciones cuando se restablezca la normalidad.
En este caso, que nadie apele a la fatalidad. Si el 5 de abril se vive en Galicia y en el País Vasco una jornada de máximo peligro sanitario y máxima distorsión de la normalidad electoral, la única culpa será de la incuria de los dirigentes políticos de ayer y de hoy en su papel de legisladores. Si no saben resolver lo fácil, qué cabe esperar que hagan con lo difícil.