Fernando Savater-El País
Son el símbolo de nuestros días: procuran arrimarse unos a otros para darse calor, pero si se acercan demasiado se pinchan con las púas y deben guardar sus distancias
En mi niñez, que duró hasta la edad en que hoy los chicos se arrepienten de su primer estupro, nada me gustaba más que coleccionar cromos de animales. Me aprendía sus características, su hábitat, su dieta y hasta su nombre en latín según Linneo. Aún veo el asombro de mi profesor de Ciencias Naturales cuando, con la ingenua pedantería de mis 11 años, le informaba de que en África viven búfalos, Syncerus caffer, y elefantes, Loxodonta africana… Uno de mis predilectos era el pangolín, Manis pholidota, que me imaginaba enorme, como una especie de estegosaurio acorazado, pero que se alimentaba de hormigas, lo cual hubiera debido alertarme de que muy grande no podía ser. Cuando me enteré del tamaño del pangolín fui perdiendo interés por él (me ha pasado también con seres humanos a los que empecé admirando), aunque le guardo cierta simpatía. Nunca pude imaginar que tantos años después volviese a mi vida como amenaza…
Pero el bicho más simbólico para quienes vivimos en cuarentena es otro antiguo favorito mío: el puercoespín, Hystrix cristata, que Schopenhauer puso como ejemplo de nuestra sociabilidad. Según el sabio pesimista, la sociedad humana es como la de los puercoespines en invierno. Procuran arrimarse unos a otros para darse calor, pero si se acercan demasiado se pinchan con las púas y deben guardar sus distancias. Ni demasiado lejos, porque se mueren de frío, ni tan cerca como para hacerse sangrar. Es la paradoja de nuestra reclusión: las epidemias son males sociales y no se atajan sino dejando nosotros de serlo; aunque sin apoyo humano tampoco lograremos sobrevivir. Por eso nos piden que seamos solidarios alejándonos de los demás… pero sin perder el vínculo con ellos. La conclusión filosófica es no comer pangolines e imitar al puercoespín.