IGNACIO CAMACHO-ABC

La selección es uno de los pocos puntos de encuentro civil capaces de reunir en España un cierto consenso espontáneo

EL fútbol de alto nivel tiene mucho de política. Por su impacto social y mediático, por su poder de movilización, por su condición catalizadora de energías y pasiones colectivas. El simbolismo emocional, casi totémico, de los equipos tienta de manera especial a los nacionalistas, que son los que mejor aprovechan ese potencial expresivo para construir campañas propagandísticas, pero constituye un fenómeno común en la mayoría de los países que las selecciones encarnen la representación de su autoestima. Sólo los jugadores permanecen, y no siempre –caso Piqué–, al margen de esa dimensión extradeportiva; de ellos hacia arriba, tanto entrenadores como dirigentes y otros estamentos están sometidos a las reglas de comportamiento comunes a cualquier tipo de élite o de jerarquía. Manejan sentimientos de masas, dinero, prensa, enormes audiencias televisivas: estructuras de poder blando con una capacidad de influencia cada vez más extendida.

Esa inmensa permeabilidad explica la repercusión del caso Lopetegui, un debate de claro carácter político que ni siquiera sus actores parecen haber atisbado. Ni el seleccionador, ni el presidente de la Federación, ni siquiera un hombre tan acostumbrado como Florentino Pérez a los avatares del liderazgo, han calibrado la trascendencia de un enredo que se les ha ido de las manos. Han gestionado la crisis con luces cortas, como un problema doméstico, de negociado, sin calcular la relevancia que el equipo nacional, en vísperas de una Copa del Mundo, alcanza en una sociedad necesitada de elementos de cohesión que eleven su estado de ánimo. Todo el conflicto ha sido un desastre de intereses personales, falta de respeto institucional, sobreactuaciones y celos melodramáticos, sin que nadie haya reparado en que más allá de la índole futbolística del caso existía un patrimonio inmaterial común que dejar a salvo: el valor de la selección como punto de encuentro civil, como puerto franco, como uno de los pocos intangibles capaces de reunir en España un cierto consenso espontáneo.

En realidad, esta gestión desmañada, sin fineza, representa un trasunto de nuestro verdadero clima político, en la medida en que reproduce algunos de sus más generalizados vicios: la falta de generosidad, de prestigio, de perspectiva y de señorío, la fraccionalidad sectaria, la cicatería moral, todos esos factores que han hecho de la esfera pública un páramo de cortedad de miras y de egoísmo. La ausencia de un proyecto público sobre el que articular prioridades y objetivos. El predominio del corto plazo, de la gesticulación hiperbólica, y el abandono de las cuestiones de principios. El fútbol siempre representa una metáfora de la temperatura social en cuanto expresa, dentro de su creciente complejidad, las pulsiones primarias de la tribu. Y en ese sentido resulta bien poco alentador este modo calamitoso de maltratar los símbolos.