Eduardo Uriarte-Editores

“Hablemos de España” es el título de un artículo recientemente publicado por Francisco Igea en El Confidencial mostrando la preocupación que le merece nuestra situación actual. Es para tenerla, difícilmente hemos padecido tanto temor hacia el futuro observando la ineficacia política en la solución de las calamidades que padecemos, la desconfianza en un Gobierno de comadres en deriva caótica, y la falta de reacción social ante tal disparate. Llevamos tanto tiempo los españoles dedicados a destrozar España que posiblemente ahora lo vayamos a conseguir.

Lo que le ocurre, sin embargo, al vicepresidente de Castilla-León, Francisco Igea, es que, enfrascado como está en la dialéctica partidista, en vez de hablar sobre España, habla de los errores cometidos por su partido, Ciudadanos, y de la obsesión que le ha acompañado al mismo, que es la reforma del sistema electoral, como si ello fuera suficiente para sacarnos del pozo. Peor es aún, preocupado por España, o por la política, lo que se le ocurre al buen amigo Andoni Unzalu al proponer un sistema presidencialista como el de la V República para liberar al presidente -un primer ministro presidencialista (¡pero si ya lo es!)- del chantaje de los secesionismos periféricos (como si no hubieran existido otras opciones, gobernar en su día con C’s, o la opción a la alemana frente al remedo de frente popular que es el frente Frankenstein que padecemos). Se añade a la anterior la propuesta del letrado Badiola de solicitar mayorías cualificadas en las sentencias del Tribunal Constitucional para dar mayor libertad al Ejecutivo. Ambas propuestas las terminó de calificar Ruíz Soroa de autoritarismo gubernamental. Caemos en el error de moda, solución fácil a problema complejo, para hacer de la solución, probablemente, un problema mayor.

Pues hablemos de España.(Que exigiría hablar mucho, esto no es más que un leve esbozo)

Sin duda alguna el más llamativo problema que padece España es el de la tensión territorial, elevada al paroxismo en el caso catalán. Pero también, como si estuviéramos de nuevo desembarazándonos del Antiguo Régimen (en el caso de España nunca acabamos definitivamente de desembarazarnos), elegido el terreno de juego por Sánchez de la Conferencia de presidentes autonómicos con el iluso fin de ir de progre con una fórmula medieval, las tensiones se van extendiendo a Madrid, Andalucía. Terreno propicio, además, para que unas autonomías la emprendan contra otras, no sólo Cataluña contra Madrid, también Valencia. El enfrentamiento entre autonomías no ha hecho más que empezar. Como si no tuviéramos malas experiencias, fuera el carlismo, o el cantonalismo, o el secesionismo durante la II República, para ponernos en guardia e intentar evitarlo.

Cuando los partidos estaban todavía por formarse, durante la Transición, se suplió con lealtad los vacíos que la legalidad no cubría. Baste recordar la mención a las berzas que hiciera Arzalluz al rechazar despreciativamente la enmienda de Letamendia al borrador constitucional reivindicando la autodeterminación (comeríamos berzas si íbamos por ese camino)-, o la responsabilidad de un Tarradellas, o Carrillo aceptando la monarquía. Así, fiados en los otros, se lanzó adelante la gestación de la descentralización del Estado a manera federal sin un marco legal que regulara la participación y colaboración de las autonomías en la gobernanza del país. Es decir, sin un marco legal federal, cual el de Alemania, por ejemplo.

El resultado en la actualidad de esta descentralización sin tope ni corresponsabilización de las partes con el todo es un sistema centrífugo que impele a las autonomías a seguir su propio y exclusivo interés, y a las de hegemonía nacionalista a impulsar la separación. Un Título VIII en la Constitución sin cerrar es una invitación a que los territorios se escapen.

La partitocracia.

El problema de la desintegración territorial, junto con otros, se ha visto potenciado por la rápida reformulación de la democracia española en partitocracia, régimen caracterizado por la desproporcionada influencia y poder de los partidos políticos, especialmente de los que formaron el bipartidismo y sus adláteres nacionalistas, sobre las instituciones, incluido el Estado, medios de comunicación y la sociedad en general.

La presencia de estos en la judicatura, empresas, universidades, fundaciones, clubs deportivos, es agobiante. Para colmo, estos partidos recuerdan más a una formación de tortuga de la infantería romana que a un partido democrático, lo que me hace sufrir una sana envidia ante el parlamentario británico capaz de votar contra su propio partido, o, incluso, ante el francés, que a veces también lo hace. El parlamentario español poco tiene que ver con los electores, se debe ciegamente a su partido.

Todo colectivo humano tiende a convertirse en un fin en sí mismo, mucho más si se trata de un colectivo político cuyo fin es hacerse con el poder. Muy pronto, estabilizado el sistema democrático, en un determinado momento, todos los objetivos de carácter liberador, social, humano, se apartaron tras el interés del partido. Se produce un conocido proceso de inversión que lleva al colectivo a posiciones diferentes, si no contrarias, a las que tuvo para surgir.

De ahí la sabia y oportuna aportación de Montesquieu en su día: al poder sólo lo limita el contrapoder. De ahí los otros poderes, el legislativo que hoy ya no cuenta nada secuestrado por la nomenclatura de los partidos, y el Judicial. Pero en el caso español todos están intervenidos por los partidos, desde la Fiscalía general hasta la asamblea de un club deportivo. Es evidente que en esta situación la formulación autoritaria de los partidos nos conduce hacia la desaparición de la política, de la democracia, y las muestras actuales de autoritarismo esperpénticos en España nos recuerdan las más osadas escenas de La Vida Brian o Bananas (a falta de romanos, y lo de Putin no cuaja, la culpa de la subida de la luz la tiene Aznar o Rajoy).

Qué hacer. (Aunque el ladillo lo haya plagiado a Lenin no tiene nada que ver con el bolchevismo).

La clave del deterioro político está en la partitocracia, formulación parasitaria de la democracia que tiende a que los partidos la acaben reduciendo a una farsa. El partidismo español se cree con la potestad de intervenir en el Poder Judicial, no sólo por sus prerrogativas en el nombramiento de vocales, o descaradamente en la fiscalía general, o facilitando facciones politizadas entre los jueces. Actúa, también, en los medios de comunicación, incluso propiciando la existencia de algunos o decidiendo sus direcciones, impone la presencia de sus miembros en consejos de administración de empresas, etc. Si queremos que el país funcione hay que liberarlo de la presión de la partitocracia.

Que cada corporación o colectivo nombre sus cargos, que los diputados tengan mayor relación con los electores y menor dependencia de su partido, que el rey, que está de jarrón chino hasta que se producen golpes de estado, nombre cargos a propuesta de los colectivos implicados, que el Tribunal Constitucional funcione, que la prevaricación sea un delito para letrados de las cámaras y funcionarios que miran para otro lado, y que la educación sea tal, que forme con neutralidad académica y en valores democráticos. Sí, eso parece, una reforma constitucional.

Sin la obsesión que tuviera Franco contra los partidos, hay que debilitarlos y potenciar la institucionalización del país. Institucionalizar el país significa dar un marco de legalidad federal a lo que es una descentralización medieval, un mayor poder simbólico y de mediación al monarca, mayor autonomía y medios a la justicia, y forzar el acercamiento de la superestructura política a la ciudadanía posibilitando un sistema mixto de listas abiertas en las elecciones. Es decir, unos cambios de naturaleza constituyente encaminados a otorgar coherencia democrática bajo la tutela de la ley al desmesurado juego de politiquería y corrupción a la que nos tienen sometidos los partidos.

Es inconcebible que en un país que se le manda al exilio por sus cuentas al rey emérito el gobierno negocie bilateralmente la autodeterminación con una autonomía fuera del Congreso de los diputados. Los partidos no pueden seguir creyendo que todo es factible, como durante la negociación con ETA cuyo resultado estamos hoy padeciendo, o la autodeterminación en una comisión bilateral con una Generalitat secesionista. Ni tuvo ni tiene el Gobierno competencia legal, pero el poder e influencia de los partidos les hace ser osados y quebrar procedimientos fundamentales para la convivencia política, a la vez que se muestran incapaces de solucionar el coste de la luz. Tendríamos que hablar mucho más de España a pesar de que no nos lo permita el exagerado partidismo que padecemos.