A cien metros del Gran Canal, en el modesto Campo San Beneto, está el palacio Pesaro degli Orfei, con sus tres hileras de piedra de velo calado. El piano nobile es un espacio enorme, casi diáfano, tapizado de techo a suelo con las suntuosas telas estampadas diseñadas por su antiguo dueño, el español Mariano Fortuny. Hace un frío veneciano y el museo está vacío. En la penumbra dorada, una niñita abrigada como un peluche se tumba boca abajo sobre el suelo de terrazo. Despliega un folio y varios rotuladores, y empieza a dibujar lo que ve: un maniquí vestido con una túnica sublime, delicada y voluptuosa a la vez. Está compuesta por miles de ínfimos pliegues ondulados y rematada por minúsculas perlas de vidrio de Murano enlazadas con un cordón de seda. Encima lleva una capa de terciopelo cuajado de granadas. La niña cruza y descruza los pies en el aire mientras busca los colores precisos. Pero ese verde azulado sólo existe en La Tempestad de Giorgione; esos rojos, en los Tintoretto de la Scuola Grande di San Rocco; y ese negro, en los canales al caer la noche, cuando la luz de las farolas hace de la espuma metal encendido.
En La Prisionera, el quinto volumen de La Recherche, Proust convierte los trajes de Fortuny en el símbolo de la elegancia que anhela Albertina: «Los vestidos de Fortuny, uno de los cuales había yo visto a la señora de Guermantes, eran aquellos cuya próxima aparición, renaciendo de sus cenizas, nos había anunciado Elstir, cuando nos hablaba de los magníficos vestidos de las contemporáneas de Carpaccio y Tiziano, pues todo debe volver, como está escrito en las bóvedas de San Marcos y como lo proclaman –al beber en las urnas de mármol y jaspe de los capiteles bizantinos– las aves que significan a la vez la muerte y la resurrección».
Esa resurrección no es testimonial, hija de una nostalgia pastosa y paralizante, material muerto para un disfraz o una pieza de colección. En los trajes de Fortuny –alquimista, innovador, apodado (oh, qué oportuno) «el mago»– el tiempo recobrado abre un tiempo nuevo. Es una evocación constituyente, creativa: «Todo lo de aquella época había perecido, pero todo renacía, evocado por el surgimiento parcelario y superviviente de las telas de las dogaresas para vincularlas entre sí mediante el esplendor del paisaje y el bullicio de la vida».
En Fortuny no hay arrogancia ni adanismo ni pueriles ansias de ruptura. Hay modestia, conocimiento, ingenio y visión. Lo clásico deviene así en moderno, incluso en transgresión. Las primeras mujeres que vistieron su plisado délfico, una crujiente segunda piel de seda, encarnan la vanguardia que fundó el siglo XX. Libres de miriñaques y corsés, sus curvas se exponen a la mirada pública, elegantes, desafiantes, modernas.
A media mañana, el puente de la Academia sigue casi desierto. Una joven pareja rusa se hace selfies contra la silueta nácar de la Salute. Esta luz inverosímil, cuando el azul es una variante del rosa. Como en las máscaras que pequeños talleres familiares del Dorsoduro fabrican a destajo anticipando el carnaval. No muy lejos, en un palacio que aparenta ruina, retumba la Consagración de la primavera de Stravinsky. La gente se concentra camino de San Marco y del puente del Rialto. Caminan en fila india por un pasillo de franquicias blandiendo el iPhone: click, click, click. Ven la vida, la belleza y las vírgenes de Bellini a través de la pantalla. El ojo ya nunca va desnudo. Capturan imágenes con ansiedad consumista y satisfacción efímera. Click. Siguiente. Venecia exige un esfuerzo de contención. Requiere asumir que entre la entropía y la vulgaridad, entre el elitismo y el populismo, están la realidad y el progreso.
Entre las fotos de Peggy Guggenheim en su palacio veneciano hay dos especiales. En la primera parece una reina modernista. Está sentada en el trono de mármol de su jardín de esculturas, vestida con un majestuoso Delphos de Fortuny de color ámbar. En la segunda posa al borde de la escalinata blanca que baja al Gran Canal con la ironía de la excéntrica americana. Lleva sus célebres gafas de pasta en forma de mariposa y sostiene a dos de sus adorados perritos. Envidia de una vida grande, capaz de integrar a Bizancio con Brancusi y a Carpaccio con Calder.
En una pequeña habitación lateral del palacio, se exhiben los cuadros primitivistas que pintó su hija Pegeen, muerta por una sobredosis a los 42 años. Y también un párrafo de sus memorias: «No era solo una hija, sino una madre, una amiga y una hermana para mí (…) No había nadie en el mundo al que yo amara más. Sentí que toda la luz de mi vida me había abandonado». La luz líquida de Venecia y sólida de la Quinta Avenida. Todavía hay quien la recuerda, rubia y feliz, en las noches de los primeros años 40 en Nueva York, mientras Europa hacía la guerra. Peggy y su entonces marido Max Ernst organizaban cenas extravagantes en las que reunían a la aristocracia del exilio con la vanguardia literaria, artística y musical. Desde lo alto de la escalera, la pequeña Pegeen y un amigo francés, hijo de una excelente violinista y de un marqués español nacido en Nápoles, espiaban a los mayores con curiosidad y anhelo proustianos.
Años después, en busca de su tiempo perdido, aquel niño volvería a menudo a Venecia. Incluso a vela. Su lugar favorito, como corresponde a un espíritu inteligente y tierno, era la recóndita Scuola di San Giorgio degli Schiavoni, para la que Carpaccio pintó su ciclo más conmovedor. San Jorge, con una melena de espuma, mata al dragón sobre un campo cubierto de restos macabros. San Jerónimo, sabio sereno de larga barba blanca y bastón, intenta tranquilizar a los jóvenes frailes que huyen ante la llegada del buen león con una espina en la pata. Y la cumbre del arte veneciano: San Agustín en su estudio. El estudio de un humanista, de un pensador, de un hombre que entiende que la reflexión de un adulto libre requiere orden interior y exterior. Cada objeto, como cada idea, en su lugar. El erudito mira por la ventana, la pluma en alto, asaltado por un indicio. Un perrito blanco, inmóvil, devoto, como los de Peggy, como los que ahora pasean con abriguito por el Molo San Marco, es el único testigo.
El sol cae detrás de la Giudecca mientras el taxi se abre paso entre un banco de góndolas sin cliente. Es la hora aciaga del regreso. De pronto llega un whatsapp desde Madrid: la foto de tres hombres disfrazados de reyes magos, a punto de emprender la cabalgata. Llevan túnicas plisadas de color marfil, rematadas con piedrecitas evocadoras de Oriente, África y Bizancio, y capas de terciopelo estampado al modo veneciano: rojo, verde y oro. Sonrío algo estudiadamente. Una pequeña derrota de la gran coalición de la soberbia y la vulgaridad. Sí, todo debe volver para progresar.